La Santa Iglesia – El Papa

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La Santa Iglesia – El Papa

Si pudiéramos entender el amor que se merece la santa Iglesia, cada uno de nosotros diría, como San Juan Crisóstomo: “yo la amo, yo la amo, la amo con locura”.

Amemos la santa Iglesia, amémosla mucho, porque de esta manera amamos a Jesús.

¡Si supiéramos cuánto ama Jesús a su Iglesia! La ha santificado con su sangre, la quiere gloriosa, sin mancha, sin arruga o imperfección…  La santa Iglesia amada por eso por Jesús con un amor indecible ¿acaso no merece nuestro amor? Y más, ¿no tendremos la necesidad de amarla si queremos amar a Jesús?

Evidentemente sería imposible amar a Jesús sin amar a la Iglesia, su queridísima esposa.

Hay que tener cuidado: aquí se habla de la verdadera Iglesia de Jesucristo, por Él fundada sobre San Pedro, el Romano Pontífice.  Esta es la Iglesia verdaderamente católica, extendida a todos los tiempos y a todos los lugares, es la comunidad de los fieles que creen las mismas verdades, que participan de los mismos Sacramentos, que están sometidos a sus legítimos Pastores, especialmente al Pastor universal: el Pontífice.  Esta es la Iglesia, verdadera esposa de Jesús, que debemos amar con El.

No entristezcamos a la Iglesia mostrándonos desamorados hacia Ella, indiferentes respecto a los intereses de su gloria, callándonos cobardemente por respeto humano, cuando sus enemigos hablan en contra de Ella o, peor todavía, haciendo eco a sus malignas habladurías cuando hablan mal de su Jefe el Romano Pontífice, de sus Obispos, de sus Sacerdotes y Religiosos, o cuando desprecian sus Ritos, sus Sacramentos, sus prácticas.

Alegremos a la Iglesia, correspondiendo a sus invitaciones amorosas y a sus maternas exhortaciones, promoviendo sus santas instituciones, comprometiéndonos en todo lo que puede contribuir a su honor y prosperidad.

Tenemos que obedecer a la Iglesia.  Ella tiene la autoridad de mandar: la ha recibido de Jesús mismo.

Esposa de Jesús, Ella es nuestra Madre y los hijos deben obedecer a la Madre: si no le obedecen, ciertamente no la aman.  Es muy importante entonces obedecer a la Iglesia, observando todas sus leyes, respetando todos sus decretos.

Cuando escuchamos la voz de la Iglesia, hagamos cuenta que escuchamos la voz de Jesús; dispongámonos a responder siempre a toda orden de Ella con un acto de humilde sumisión.

Para un buen cristiano no puede haber norma más segura y mejor que seguir el espíritu de la Iglesia que es el espíritu de Jesucristo.

Quiten la Santa Sede: ¿y qué queda de la Iglesia? Un Pueblo disperso, sin cabeza, sin fe, sin moral.

Mira: en la Iglesia, con el Papa, se hace todo, porque El tiene toda la autoridad de Jesús; por eso mismo sin el Papa no se hace nada.  En consecuencia yo nuevamente te exhorto y te conjuro que permanezcas bien unido al Papa.

Los cristianos son como barquitos…  la única guía y dirección para ellos es la estrella que resplandece sobre el Vaticano: el Papa.  Si no miramos a esta estrella es imposible que tengamos aquella feliz navegación que nos conduce a la eterna salvación.

Nuestro primer compromiso debe ser el de estar siempre perfectamente unidos al Papa.  En consecuencia, que tu doctrina esté siempre conforme a la doctrina del Pontífice.  Lo que El acepta por verdadero, acéptalo tú también; lo que rechaza como falso, recházalo tú también.  No te dejes ilusionar por ningún nombre, ninguna autoridad; tu doctrina sea únicamente la del Romano Pontífice.

¡Oh Vaticano, ante ti me postro y beso tus santas laderas! Yo no alejaré nunca mis ojos de ti.  Tú eres el monte del cual espero toda ayuda, tú me das luz, me das ánimo y esperanza.

¡Oh mis hermanos, qué grande es el odio de nuestros enemigos contra Roma! Igualmente sea grande nuestro amor por Ella.  Ella es el corazón del cristianismo y nosotros, sus miembros, no podemos vivir más que de su sangre: ¡apreciemos y defendamos nuestro corazón!

Nuestra fe sea la romana, las prácticas romanas sean las nuestras, el nombre del cual nos gloriamos sea el de romanos.  Gloriémonos fuertemente de este nombre: si nuestros enemigos nos llaman así por desprecio, sepamos compadecer su mala fe o ignorancia.

¡Oh santa Iglesia! ¡Oh bella Madre de los Hijos de Dios! ¡Oh Paraíso adelantado de las almas elegidas! ¡Oh esposa adorable del Salvador: son grandes las penas y dolores que debes sufrir ahora en este mundo enemigo! Nosotros estamos aquí para ti.

No rehusaremos dar nuestros sudores, nuestra sangre, en tu defensa.  Para nosotros que tenemos la gracia de contemplar tan de cerca tu belleza, eres la alegría de nuestro corazón.

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