VIII. Amando a San José nos aseguramos de una buena muerte
¿Qué quiere de nosotros San José? Quiere que nos salvemos, porque nos quiere consigo en el Paraíso. Es cierto que, en substancia, San José no quiere otra cosa de nosotros. En efecto ¿qué cosa puede querer de nosotros San José que la consecución de nuestro último fin? Si conseguimos este fin, el cual no es otro que nuestra eterna salvación, el Señor estará completamente satisfecho. Y, si el Señor está satisfecho ¿no estará contento San José? Es indudable que no puede querer sino lo que quiere el Señor. Luego, si queremos contentar a San José, es menester que aseguremos nuestra eterna salvación, lo cual equivale asegurarnos una buena muerte.
¿Y qué medio tenemos nosotros para asegurarnos una buena muerte? Este medio es una buena vida, porque cual la vida, tal la muerte: qualis vita finis ita. ¿Y cuál será la vida que pueda llamarse buena? Una vida constantemente llevada en gracia que nos hace ser amigos de Dios y, por lo mismo necesariamente herederos del cielo. Y, puesto que esta gracia se pierde por cualquier pecado mortal que se cometa, síguese que, si queremos vivir constantemente en esta gracia, debemos constantemente guardarnos del pecado mortal, de suerte que no lo cometamos nunca, absolutamente nunca. De lo contrario, si cometemos alguno, probablemente seremos sorprendidos por la muerte en aquel estado, y nuestro último fin se perderá, y seremos por toda la eternidad enemigos de Dios, y también enemigos de San José, y, en lugar de gozar de su compañía en el cielo, padeceremos la compañía de Satanás en el infierno.
Digo: probablemente seremos sorprendidos por la muerte en aquel estado, porque el Espíritu Santo por boca de San Pablo, nos advierte que el pecado es el estímulo y la espuela de la muerte, es decir lo que la atiza contra nosotros, de manera que, si la muerte nos acomete como un caballo furioso, cuando estamos en pecado nos acomete como un caballo espoleado.
Por lo cual, procuremos ante todo vivir siempre en gracia de Dios; guardémonos muy bien de tener jamás el atrevimiento de cometer un solo pecado mortal, porque, una vez cometido el pecado, la muerte, estimulada y espoleada por el mismo, podría sorprendernos y precipitarnos en la eterna condenación.
Y, si queremos asegurar el no caer nunca en pecado mortal, guardémonos con gran cautela de no caer en el pecado venial plenamente deliberado, pues enseña la sana teología y lo demuestra una constante experiencia que las almas que no hacen caso del pecado venial son las más predispuestas a caer en pecado mortal; y, al contrario, nos enseña, que las almas que cautamente se guardan del pecado venial plenamente deliberado, tienen la mayor seguridad de no caer nunca en el mortal.
Llevando buena vida, estaremos seguros de una buena muerte. Hay que observar que algunas veces, por la misericordia de Dios, ha acontecido que alguno ha tenido una buena muerte después de haber llevado una mala vida, como le acaeció al Buen Ladrón: pero aun es más de advertir que nunca ha sucedido que haya tenido una mala muerte el que ha llevado una buena vida. Por amor, pues, a San José, del cual se puede decir que no quiere de nosotros otra cosa, aseguremos, por medio de una buena vida, de tener una buena muerte.
Pero San José, que nos ama tanto, siempre estará más contento si procuramos hacer, no sólo una buena muerte, sino también la mejor muerte que pueda tener el cristiano, es decir la muerte confortada por los santos Sacramentos, recibidos a tiempo. Es menester que pongamos especial atención en este punto, para que no nos ocurra lo que generalmente suele ocurrir aun a tantos buenos cristianos, los cuales, obcecados por el amor a la vida, fácilmente mueren sin pensar en que han de morir; y así no piensan en hacerse administrar a su debido tiempo los santos Sacramentos, y, de esta manera, mueren privado de ellos, o bien los reciben cuando ya no están en sus cabales, por lo que no sacan de ellos el fruto que, de otra manera, sacarían.
Mientras vivamos y estamos bien de salud, pensemos que, durante nuestra última enfermedad, nos sucederá lo que vemos que sucede a otros, es decir, nos haremos la ilusión de que la muerte no está cerca y de que nos curaremos, por lo cual estaremos persuadidos de que no tendremos necesidad, por entonces, de recibir los Santos Sacramentos; por esto será menester de que nos avisen de nuestro peligro los que nos asistan, y sucederá que ellos, al ver que no nos damos cuenta, diferirán el aviso para no asustarnos, y tal vez la muerte nos sorprenderá antes de que nos sean administrados los Sacramentos, o cuando no tengamos ya bastante conocimiento para recibirlos con pleno provecho. Por lo mismo, mientras vivimos y estamos sanos, hemos de tener el propósito de que, a la primera enfermedad, nos confesaremos inmediatamente después de las primeras visitas del médico, de conformidad con los decretos del Concilio de Letrán, bajo los Papas Inocencio III y San Pío V. Para confesarnos en casa, no se requiere licencia del médico, ni que la enfermedad sea peligrosa, lo cual tanto se entiende para los hombres como para las mujeres, pues los decretos generales. ¡Cuántas veces la enfermedad no parece al principio peligrosa, y después se agrava de repente, privando al enfermo del uso del sentido!
Hagamos, además, el propósito de que, cuando veamos el médico nos visita con más frecuencia, que nos velan incluso de noche, y mucho más si se trata de tener alguna consulta acerca de nuestro mal, pediremos inmediatamente el Santo Viático, sin esperar que nadie nos lo sugiera, y hagamos también el propósito de pedir, una vez recibido el santo Viático, la extremaunción, que, como enseña S. Alfonso y Benedicto XIV, se puede administrar inmediatamente después del Viático, según la loable costumbre de muchos lugares. Referente a este punto, es deplorable que haya tanta ignorancia entre los médicos y también entre los demás, los cuales creen que la gravedad del mal, que es suficiente para poder dar al enfermo la Sagrada Comunión, sin que esté en ayunas, es decir, por Viático, no basta para que se le administre la Extremaunción; cosa deplorable, de lo cual proviene el que sean tantos los que mueren sin recibir este último sacramento. Hagamos el propósito dicho, y recordémoslo cuando llegue la ocasión de ponerlo en práctica.
De esta manera, si Dios, antes de morir, nos concede la gracia de tener tiempo para recibir los Santos Sacramentos, no ocurrirá que muramos privados de ellos, o que los recibamos con menos fruto. Así nuestra muerte será la mejor que pueda tener el cristiano, y San José recibirá gran contento de ello.
Finalmente, pidamos siempre a este gran Santo que quiera obtenernos la gracia de que nuestra muerte sea también santa, y pidámoselo por aquella muerte dulcísima y feliz que él tuvo, asistido de Jesús y de María.
Este es el fruto que debemos esperar y, casi me atrevería a decir, pretender, de la devoción a San José. ¿De qué nos aprovecharía todo lo restante de la vida, si, al fin, no hiciésemos una buena muerte? Si bien lo consideramos, ninguna cosa en el mundo puede verdaderamente interesarnos, si no es el de hacer una buena muerte, lo que equivale a conseguir el fin para el cual hemos sido creados por Dios. Una buena muerte, y sólo una buena muerte, pueden ponernos en posesión del Paraíso.
Amemos a San José, aspiremos a merecer la admisión en el número de sus más señalados devotos. De esta manera nos será asegurada una buena muerte, y no sólo una buena muerte, sino la mejor que pueda hacer el cristiano, que tal nos la obtendrá nuestro santo.
¡Oh San José, que hermosa muerte la vuestra! ¡A un lado Jesús, y al otro María! ¡Aquél, el Hijo unigénito de Dios, humillado hasta teneros en lugar de padre; ésta la esposa del Espíritu Santo, hecha también esposa vuestra, para que fueseis testigo y casi custodio de su virginidad! ¡Que dulce, que suave, que hermoso morir fue el vuestro, oh San José! Por la gracia que hizo dichosa vuestra muerte alcanzadnos que la nuestra sea bienaventurada con la gracia de Jesús, con la asistencia de María y bajo vuestro patrocinio.