Cómo salpicar el día con la oración

Catequesis del Papa Juan Pablo II

1. Antes de emprender el comentario de los diferentes salmos y cánticos de alabanza, hoy vamos a terminar la reflexión introductiva comenzada con la catequesis pasada. Y lo hacemos tomando pie de un aspecto muy apreciado por la tradición espiritual: al cantar los salmos, el cristiano experimenta una especie de sintonía entre el Espíritu, presente en las Escrituras, y el Espíritu que habita en él por la gracia bautismal. Más que rezar con sus propias palabras, se hace eco de esos “gemidos inefables” de que habla san Pablo (cf. Romanos 8, 26), con los que el Espíritu del Señor lleva a los creyentes a unirse a la invocación característica de Jesús: “¡Abbá, Padre!” (Romanos 8, 15; Gálatas 4, 6).

Los antiguos monjes estaban tan seguros de esta verdad, que no se preocupaban por cantar los salmos en su propio idioma materno, pues les era suficiente la conciencia de ser, en cierto sentido, “órganos” del Espíritu Santo. Estaban convencidos de que su fe permitía liberar de los versos de los salmos una particular “energía” del Espíritu Santo. La misma convicción se manifiesta en la característica utilización de los salmos, llamada “oración jaculatoria” –que procede de la palabra latina “iaculum”, es decir “dardo”– para indicar brevísimas expresiones de los salmos que podían ser “lanzadas” como puntas encendidas, por ejemplo, contra las tentaciones. Juan Casiano, un escritor que vivió entre los siglos IV y V, recuerda que algunos monjes descubrieron la extraordinaria eficacia del brevísimo “incipit” del salmo 69: “Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme”, que desde entonces se convirtió en el portal de entrada de la “Liturgia de las Horas” (cf. “Conlationes”, 10,10: CPL 512,298 s. s.).

2. Junto a la presencia del Espíritu Santo, otra dimensión importante es la de la acción sacerdotal que Cristo desempeña en esta oración, asociando consigo a la Iglesia, su esposa. En este sentido, refiriéndose precisamente a la “Liturgia de las Horas”, el Concilio Vaticano II enseña: “El Sumo Sacerdote de la nueva y eterna Alianza, Cristo Jesús, […] une a sí la comunidad entera de los hombres y la asocia al canto de este divino himno de alabanza. Porque esta función sacerdotal se prolonga a través de su Iglesia, que, sin cesar, alaba al Señor e intercede por la salvación de todo el mundo no sólo celebrando la Eucaristía, sino también de otras maneras, principalmente recitando el Oficio divino” (“Sacrosanctum Concilium”, 83).

De modo que la “Liturgia de las Horas” tiene también el carácter de oración pública, en la que la Iglesia está particularmente involucrada. Es iluminador entonces redescubrir cómo la Iglesia ha definido progresivamente este compromiso específico de oración salpicada a través de las diferentes fases del día. Es necesario para ello remontarse a los primeros tiempos de la comunidad apostólica, cuando todavía estaba en vigor una relación cercana entre la oración cristiana y las así llamadas “oraciones legales” –es decir, prescritas por la Ley de Moisés–, que tenían lugar a determinadas horas del día en el Templo de Jerusalén. Por el libro de los Hechos de los Apóstoles sabemos que los apóstoles “acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu” (2, 46), y que “subían al Templo para la oración de la hora nona” (3,1). Por otra parte, sabemos también que las “oraciones legales” por excelencia eran precisamente las de la mañana y la noche.

3. Con el pasar del tiempo, los discípulos de Jesús encontraron algunos salmos particularmente apropiados para determinados momentos de la jornada, de la semana o del año, percibiendo en ellos un sentido profundo relacionado con el misterio cristiano. Un autorizado testigo de este proceso es san Cipriano, quien a la mitad del siglo III escribe: “Es necesario rezar al inicio del día para celebrar en la oración de la mañana la resurrección del Señor. Esto corresponde con lo que indicaba el Espíritu Santo en los salmos con las palabras: “Atiende a la voz de mi clamor, oh mi Rey y mi Dios. Porque a ti te suplico. Señor, ya de mañana oyes mi voz; de mañana te presento mi súplica, y me quedo a la espera” (Salmo 5, 3-4). […] Después, cuando el sol se pone al acabar del día, es necesario ponerse de nuevo a rezar. De hecho, dado que Cristo es el verdadero sol y el verdadero día, al pedir con la oración que volvamos a ser iluminados en el momento en el que terminan el sol y el día del mundo, invocamos a Cristo para que regrese a traernos la gracia de la luz eterna” (“De oratione dominica”, 35: PL 39,655).

4. La tradición cristiana no se limitó a perpetuar la judía, sino que trajo algunas innovaciones que caracterizaron la experiencia de oración vivida por los discípulos de Jesús. Además de recitar en la mañana y en la tarde el Padrenuestro, los cristianos escogieron con libertad los salmos para celebrar su oración cotidiana. A través de la historia, este proceso sugirió utilizar determinados salmos para algunos momentos de fe particularmente significativos. Entre ellos, en primer lugar se encontraba la “oración de la vigilia”, que preparaba para el Día del Señor, el domingo, en el que se celebraba la Pascua de Resurrección.

Algo típicamente cristiano fue después el añadir al final de todo salmo e himno la doxología trinitaria, “Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo”. De este modo, todo salmo e himno fue iluminado por la plenitud de Dios.

5. La oración cristiana nace, se nutre y desarrolla en torno al acontecimiento por excelencia de la fe, el Misterio pascual de Cristo. Así, por la mañana y en la noche, al amanecer y al atardecer, se recordaba la Pascua, el paso del Señor de la muerte a la vida. El símbolo de Cristo “luz del mundo” es representado por la lámpara durante la oración de las Vísperas, llamada también por este motivo “lucernario”. Las “horas del día” recuerdan, a su vez, la narración de la pasión del Señor, y la “hora tercia” la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. La “oración de la noche”, por último, tiene un carácter escatológico, pues evoca la recomendación hecha por Jesús en espera de su regreso (cf. Marcos 13, 35-37).

Al ritmar de este modo su oración, los cristianos respondieron al mandato del Señor de “rezar sin cesar” (cf. Lucas 18,1; 21,36; 1 Tesalonicenses 5, 17; Efesios 6, 18), sin olvidar que toda la vida tiene que convertirse en cierto sentido en oración. En este sentido, Orígenes escribe: “Reza sin pausa quien une la oración con las obras y las obras con la oración” (“Sobre la oración”, XII,2: PG 11,452C).

Este horizonte, en su conjunto, constituye el hábitat natural de la recitación de los Salmos. Si son sentidos y vividos de este modo, la “doxología trinitaria” que corona todo salmo se convierte, para cada creyente en Cristo, en un volver a bucear, siguiendo la ola del espíritu y en comunión con todo el pueblo de Dios, en el océano de vida y paz en el que ha sido sumergido con el Bautismo, es decir, en el misterio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

 

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