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PENSAMIENTOS PARA EL EVANGELIO DE HOY
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«Si cierras la puerta de tu alma, dejas afuera a Cristo. Aunque tiene poder para entrar, no quiere ser inoportuno, no quiere obligar a la fuerza» (San Ambrosio)
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«En toda la historia de la salvación, en la que Dios se ha hecho cercano a nosotros y espera pacientemente nuestros tiempos, incluyendo nuestras infidelidades, alienta nuestros esfuerzos y nos guía. En la oración aprendemos a ver los signos de este plan misericordioso» (Benedicto XVI)
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«La forma tradicional para pedir el Espíritu es invocar al Padre por medio de Cristo nuestro Señor para que nos dé el Espíritu Consolador. Jesús insiste en esta petición en su Nombre en el momento mismo en que promete el don del Espíritu de Verdad. Pero la oración más sencilla y la más directa es también la más tradicional: ‘Ven, Espíritu Santo’» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2.671).
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EL GRAN REGALO DE JESÚS
Siguiendo la costumbre judía, los primeros cristianos se saludaban deseándose mutuamente la «paz». No era un saludo rutinario y convencional. Para ellos tenía un significado más profundo. En una carta que Pablo escribe hacia el año 61 a una comunidad cristiana de Asia Menor, les manifiesta su gran deseo: «Que la paz de Cristo reine en vuestros corazones».
Esta paz no hay que confundirla con cualquier cosa. No es solo una ausencia de conflictos y tensiones. Tampoco una sensación de bienestar o una búsqueda de tranquilidad interior. Según el evangelio de Juan, es el gran regalo de Jesús, la herencia que ha querido dejar para siempre a sus seguidores. Así dice Jesús: «Os dejo la paz, os doy mi paz».
Sin duda recordaban lo que Jesús había pedido a sus discípulos al enviarlos a construir el reino de Dios: «En la casa en que entréis, decid primero: “Paz a esta casa”». Para humanizar la vida, lo primero es sembrar paz, no violencia; promover respeto, diálogo y escucha mutua, no imposición, enfrentamiento y dogmatismo.
¿Por qué es tan difícil la paz? ¿Por qué volvemos una y otra vez al enfrentamiento y la agresión mutua? Hay una respuesta primera tan elemental y sencilla que nadie la toma en serio: solo los hombres y mujeres que poseen paz pueden ponerla en la sociedad.
No puede sembrar paz cualquiera. Con el corazón lleno de resentimiento, intolerancia y dogmatismo se puede movilizar a la gente, pero no es posible aportar verdadera paz a la convivencia. No se ayuda a acercar posturas y a crear un clima amistoso de entendimiento, mutua aceptación y diálogo.
No es difícil señalar algunos rasgos de la persona que lleva en su interior la paz de Cristo: busca siempre el bien de todos, no excluye a nadie, respeta las diferencias, no alimenta la agresión, fomenta lo que une, nunca lo que enfrenta.
¿Qué estamos aportando hoy desde la Iglesia de Jesús? ¿Concordia o división? ¿Reconciliación o enfrentamiento? Y si los seguidores de Jesús no llevan paz en su corazón, ¿qué es lo que llevan? ¿Miedos, intereses, ambiciones, irresponsabilidad?
José Antonio Pagola
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NO DA LO MISMO
El pluralismo es un hecho innegable. Se puede incluso afirmar que es uno de los rasgos más característicos de la sociedad moderna. Se ha fraccionado en mil pedazos aquel mundo monolítico de hace unos años. Hoy conviven entre nosotros toda clase de posicionamientos, ideas o valores.
Este pluralismo no es solo un dato. Es uno de los pocos dogmas de nuestra cultura. Hoy todo puede ser discutido. Todo menos el derecho de cada uno a pensar como le parezca y a ser respetado en lo que piensa. Ciertamente, este pluralismo nos puede estimular a la búsqueda responsable, al diálogo y a la confrontación de posturas. Pero nos puede llevar también a graves retrocesos.
De hecho, no pocos están cayendo en un relativismo total. Todo da lo mismo. Como dice el sociólogo francés G. Lipovetsky, «vivimos en la hora de los feelings». Ya no existe verdad ni mentira, belleza ni fealdad. Nada es bueno ni malo. Se vive de impresiones, y cada uno piensa lo que quiere y hace lo que le apetece.
En este clima de relativismo se está llegando a situaciones realmente decadentes. Se defienden las creencias más peregrinas sin el mínimo rigor. Se pretende resolver con cuatro tópicos las cuestiones más vitales del ser humano. Algo quiere decir A. Finkielkraut cuando afirma que «la barbarie se está apoderando de la cultura».
La pregunta es inevitable. ¿Se puede llamar «progreso» a todo esto? ¿Es bueno para la persona y para la humanidad poblar la mente de cualquier idea o llenar el corazón de cualquier creencia, renunciando a una búsqueda honesta de mayor verdad, bondad y sentido de la existencia?
El cristiano está llamado hoy a vivir su fe en actitud de búsqueda responsable y compartida. No da igual pensar cualquier cosa de la vida. Hemos de seguir buscando la verdad última del ser humano, que está muy lejos de quedar explicada satisfactoriamente a partir de teorías científicas, sistemas sicológicos o visiones ideológicas.
El cristiano está llamado también a vivir sanando esta cultura. No es lo mismo ganar dinero sin escrúpulo alguno que desempeñar honradamente un servicio público, ni es igual dar gritos a favor del terrorismo que defender los derechos de cada persona. No da lo mismo abortar que acoger la vida, ni es igual «hacer el amor» de cualquier manera que amar de verdad al otro. No es lo mismo ignorar a los necesitados o trabajar por sus derechos. Lo primero es malo y daña al ser humano. Lo segundo está cargado de esperanza y promesa.
También en medio del actual pluralismo siguen resonando las palabras de Jesús: «El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará».
José Antonio Pagola
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«LA PAZ DE JESÚS»
No basta pedir la paz, la paz es camino, se construye. Por eso Jesús no se conforma con entregarnos su paz, sino que nos entrega como misión la tarea de construirla, hacerla posible, viable.
El pueblo creyente en sus oraciones y eucaristías eleva sus plegarias por la paz. Esa petición va desde la paz personal ante tanta zozobra y malestar cotidiano, pasando por la paz social ante los indicadores de violencia y deterioro de la calidad de vida que aumentan dramáticamente cada día y nos sumergen en la miseria, hasta llegar a clamar por la paz política, mostrando desde la fe que hay una clara conciencia de que sin un cambio en el sistema político actual no tendremos vida digna ni paz duradera.
La paz es una urgencia para los venezolanos, un grito que clama al cielo, pero al mismo tiempo, muchos en su desesperación y angustia, ante tanta calamidad que amenaza la vida, asfixiados, experimentan, paradójicamente, un deseo existencial de la llegada de una especie de violencia mesiánica externa que nos saque de la tragedia que vivimos. Gran tentación en la que sectores extremistas de ambos bandos buscan apalancarse para ganar protagonismo.
Gracias a Dios, cada vez crece más la conciencia de que la salida violenta entraña más violencia, y que las guerras son un camino ciego que deja hondas heridas y resentimientos en el inconsciente colectivo. Esta certeza lleva a muchos a resistir a la tentación de apostar a una salida violenta. Tal conciencia va acompañada de la convicción de que las soluciones a nuestros conflictos, para que no haya más derramamientos de sangre, deben ser políticas y pacíficas.
En el Evangelio de Juan (14,23-29), Jesús nos dice: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde».
En espiritualidad distinguimos «fuerza» de «poder». Esta distinción es importante para entender lo que dice Jesús sobre el contraste entre la paz del mundo y la paz que él nos entrega.
La fuerza es dinamismo interior que activa movimiento y crea capacidades y habilidades que generan fortaleza y confianza en los sujetos personales y sociales, la fuerza genera sinergia por lo que se alimenta de la reciprocidad y del reconocimiento mutuo, la fuerza no homogeniza, sino que despierta la diversidad para que se vierta en la construcción del bien común, la comunidad. Esta fuerza es el Espíritu, por eso Jesús dice: «El Espíritu que mi Padre les enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo cuanto yo les he dicho».
El poder, por el contrario, es exterioridad que atrae y aliena la subjetividad si esta se deja seducir. En su despliegue tiende a homogenizar y aplastar a las personas y a las sociedades si el mismo no tiene contrapesos, tensiones y regulaciones.
Es aquí donde radica la distinción que hace Jesús. La paz que él nos entrega es su Espíritu, su fuerza, su amor, que, como decía San Agustín, «es más íntimo que nuestra propia intimidad», y esa fuerza crea capacidades, nos sana, nos libera del miedo y nos lleva a discernir caminos de vida digna, de reconocimiento, de fraternidad.
La paz del mundo, por el contrario, se inscribe en la lógica del poder y pretende alienar, doblegar, tiranizar y, por tanto, atenta contra la vida, la dignidad humana, el bien común y la fraternidad, esta en contradicción con los absolutos relacionales de Jesús: «Dios y el prójimo».
Jesús nunca actuó desde el poder, por eso se decía de él que enseñaba con gran «autoridad». La «autoridad» es fruto de la fuerza interior, del espíritu fuente de vida que da vida. No sucedía lo mismo con los fariseos y saduceos, representantes del poder judío, mucho menos con Pilatos, representante del imperio romano. A todos estos poderes les estorbaba el Nazareno.
Ahora bien, no basta pedir la paz, la paz es camino, se construye. Por eso Jesús no se conforma con entregarnos su paz, sino que nos entrega como misión la tarea de construirla, hacerla posible, viable, y en la praxis de esa misma construcción encontraremos nuestra mayor alegría, por eso nos dice: «Bienaventurados los que construyen la paz porque serán llamados hijos de Dios».
«Sagrado corazón de Jesús en vos confío».
José Antonio Pagola