Salmo 8: Obra de tus dedos divinos

Salmo 8: Obra de tus dedos divinos

Audiencia del Miércoles 24 de septiembre del 2003

1. Al meditar en el Salmo 8, admirable himno de alabanza, se concluye nuestro largo camino a través de los salmos y de los cánticos que constituyen el alma de la oración de la Liturgia de Laudes. Durante estas catequesis nuestra reflexión se ha detenido en 84 oraciones bíblicas, de las que hemos tratado de destacar en particular su intensidad espiritual, sin descuidar su belleza poética.

La Biblia, de hecho, nos invita a comenzar el camino de nuestra jornada con un canto que no sólo proclame las maravillas realizadas por Dios y nuestra respuesta de fe, sino que además lo haga «con arte» (Cf. Salmo 46,8), es decir, de una manera bella, luminosa, dulce y fuerte al mismo tiempo.

Espléndido como ninguno es el Salmo 8, en el que el hombre, sumergido en la noche, cuando en la inmensidad del cielo se iluminan la luna y las estrellas (Cf. versículo 4), se siente como un granito de arena en la infinidad y en los espacios ilimitados que lo envuelven.

2. En el corazón del Salmo 8, de hecho, emerge una doble experiencia. Por un lado, la persona humana se siente como aplastada por la grandiosidad de la creación, «obra de tus dedos» divinos. Esta curiosa expresión sustituye a las «obras de tus manos» (Cf. versículo 7), como queriendo indicar que el Creador ha trazado un designio o un bordado con los astros resplandecientes, arrojados en la inmensidad del cosmos.

Por otro lado, sin embargo, Dios se inclina sobre el hombre y le corona como si fuera su virrey: «lo coronaste de gloria y dignidad» (versículo 6). Es más, a esta criatura tan frágil le confía todo el universo para que pueda conocerlo y sustentarse (Cf. versículos 7-9).

El horizonte de la soberanía del hombre sobre las criaturas queda circunscrito, en una especie de evocación de la página de apertura del Génesis: rebaños, manadas, animales del campo, aves del cielo y peces del mar son entregados al hombre para que les dé un nombre (Cf. Génesis 2, 19-20), descubra su realidad profunda, la respete y la transforme a través del trabajo y se convierta en fuente de belleza y de vida. El Salmo nos hace conscientes de nuestra grandeza y de nuestra responsabilidad ante la creación (Cf. Sabiduría 9, 3).

3. Releyendo el Salmo 8, el autor de la Carta a los Hebreos percibe una comprensión más profunda del designio de Dios para el hombre. La vocación del hombre no puede quedar limitada en el actual mundo terreno; al afirmar que Dios ha puesto «todo» bajo sus pies, el salmista quiere decir que le somete también «el mundo venidero» (Hebreos 2, 5), «un reino inconmovible » (12, 28). En definitiva, la vocación del hombre es la «vocación celestial» (3,1). Dios quiere llevar «a muchos hijos a la gloria» (2, 10). Para que se pudiera realizar este proyecto divino era necesario que la vocación del hombre encontrara su primer cumplimiento perfecto en un «pionero» (Cf. Ibídem). Este pionero es Cristo.

El autor de la Carta a los Hebreos ha observado en este sentido que las expresiones del Salmo se aplican a Cristo de manera privilegiada, es decir, más precisa que para el resto de los hombres. De hecho, en el original el Salmista utiliza el verbo «rebajar», diciendo a Dios: «Lo rebajaste a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad» (Cf. Salmo 8,6; Hebreos 2, 6). Para cualquier persona este verbo es impropio; los hombres no han sido «rebajados» a los ángeles, pues nunca han estado por encima de ellos. Sin embargo, en el caso de Cristo, este verbo es exacto, pues en cuanto Hijo de Dios, él se encontraba por encima de los ángeles y se hizo inferior al hacerse hombre, después fue coronado de gloria en su resurrección. De este modo, Cristo cumplió plenamente la vocación del hombre y la cumplió, precisa el autor, «para bien de todos» (Hebreos 2, 9).

4. Desde esta perspectiva, san Ambrosio comenta el Salmo y lo aplica a nosotros. Comienza con la frase en la que se describe la «coronación» del hombre: «lo coronaste de gloria y dignidad» (versículo 6). En esa gloria, él vislumbra el premio que el Señor nos reserva cuando hemos superado la prueba de la tentación.

Estas son las palabras del gran padre de la Iglesia en su «Tratado del Evangelio según San Lucas»: «El Señor ha coronado también de gloria y magnificencia a su amado. Ese Dios que desea distribuir las coronas, permite las tentaciones: por ello, cuando seas tentado, recuerda de que te está preparando la corona. Si descartas el combate de los mártires, descartarás también sus coronas; si descartas sus suplicios, descartarás también su dicha» (Edición en italiano IV, 41: Saemo 12, pp. 330-333).

Dios prepara para nosotros esa «corona de justicia» (2 Timoteo 4, 8) con la que recompensará nuestra fidelidad que le demostramos incluso en los momentos de tempestad que sacuden nuestro corazón y nuestra mente. Pero en todo momento él está atento para ver qué es lo que le pasa a su criatura predilecta y quiere que en ella brille para siempre la «imagen» divina (Cf. Génesis 1, 26) de modo que sea en el mundo signo de armonía, de luz y de paz.

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