Salmo 48-II : Pero a mí, Dios me salva, me saca de las garras del abismo
2. En realidad, la muerte irrumpe con su capacidad para demoler toda ilusión, barriendo todo obstáculo, humillando toda confianza en uno mismo (Cf. versículo 14) y encaminando a ricos y pobres, soberanos y súbditos, ignorantes y sabios hacia el más allá. Es eficaz la imagen que traza el salmista al presentar la muerte como un pastor que guía con mano firme el rebaño de las criaturas corruptibles (Cf. versículo 15). El Salmo 48 nos propone, por tanto, una meditación severa y realista sobre la muerte, fundamental meta ineludible de la existencia humana.
Con frecuencia, tratamos de ignorar con todos los medios esta realidad, alejándola del horizonte de nuestro pensamiento. Pero este esfuerzo, además de inútil es inoportuno. La reflexión sobre la muerte, de hecho, es benéfica, pues relativiza muchas realidades secundarias que por desgracia hemos absolutizado, como es el caso precisamente de la riqueza, el éxito, el poder… Por este motivo, un sabio del Antiguo Testamento, Sirácida, advierte: «En todas tus acciones ten presente tu fin, y jamás cometerás pecado» (Eclesiástico, 7, 36).
3. En nuestro Salmo se da un paso decisivo. Si el dinero no logra «liberarnos» de la muerte (Cf. Salmo 48, 8-9), hay uno que puede redimirnos de ese horizonte oscuro y dramático. De hecho, el salmista dice: «Pero a mí, Dios me salva, me saca de las garras del abismo» (versículo 16).
Para el justo se abre un horizonte de esperanza y de inmortalidad. Ante la pregunta planteada al inicio del Salmo –«¿Por qué habré de temer?», versículo 6–, se ofrece ahora la respuesta: «No te preocupes si se enriquece un hombre» (versículo 17).
4. El justo, pobre y humillado en la historia, cuando llega a la última frontera de la vida, no tiene bienes, no tiene nada que ofrecer como «rescate» para detener la muerte y liberarse de su gélido abrazo. Pero llega entonces la gran sorpresa: el mismo Dios ofrece un rescate y arranca de las manos de la muerte a su fiel, pues Él es el único que puede vencer a la muerte, inexorable para las criaturas humanas.
Por este motivo, el salmista invita a «no preocuparse», a no tener envidia del rico que se hace cada vez más arrogante en su gloria (Cf. ibídem), pues, llegada la muerte, será despojado de todo, no podrá llevar consigo ni oro ni plata, ni fama ni éxito (Cf. versículos 18-19). El fiel, por el contrario, no será abandonado por el Señor, que le indicará «el camino de la vida, hartura de goces, delante de tu rostro, a tu derecha, delicias para siempre» (Cf. Salmo 15, 11).
5. Entonces podremos pronunciar, como conclusión de la meditación sapiencial del Salmo 48, las palabras de Jesús que nos describe el verdadero tesoro que desafía a la muerte: «No os amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonaos más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mateo 6, 19-21).
6. Siguiendo las huellas de las palabras de Cristo, san Ambrosio en su «Comentario al Salmo 48» confirma de manera clara y firme la inconsistencia de las riquezas: «No son más que caducidades y se van más rápidamente de lo que han tardado en venir. Un tesoro de este tipo no es más que un sueño. Te despiertas y ya ha desaparecido, pues el hombre que logre purgar la borrachera de este mundo y apropiarse de la sobriedad de las virtudes, desprecia todo esto y no da valor al dinero» («Comentario a los doce salmos» –«Commento a dodici salmi»–, n. 23: SAEMO, VIII, Milán-Roma 1980, p. 275).
7. El obispo de Milán invita, por tanto, a no dejarse atraer ingenuamente por las riqueza de la gloria humana: «¡No tengas miedo, ni siquiera cuando te des cuenta de que se a agigantado la gloria de algún linaje! Aprende a mirar a fondo con atención, y te resultará algo vacío si no tiene una brizna de la plenitud de la fe». De hecho, antes de que viniera Cristo, el hombre estaba arruinado y vacío: «La desastrosa caída del antiguo Adán nos dejó sin nada, pero hemos sido colmados por la gracia de Cristo. Él se despojó de sí mismo para llenarnos y para hacer que en la carne del hombre demore la plenitud de la virtud». San Ambrosio concluye diciendo que precisamente por este motivo, podemos exclamar ahora con san Juan: «De su plenitud hemos recibido todos gracia sobre gracia» (Juan 1, 16) (Cf. ibídem).