“CAMINANDO CON JESÚS”
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PENSAMIENTOS PARA EL EVANGELIO DE HOY
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«Debo recibirle siempre, para que siempre me perdone los pecados. Yo que peco siempre, debo tener siempre un remedio» (San Ambrosio)
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«La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del amor. No cese nunca nuestra adoración» (San Juan Pablo II)
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«(…) Celebrando el memorial de su sacrificio (…), ofrecemos al Padre lo que Él mismo nos ha dado: los dones de su Creación, el pan y el vino, convertidos (…) en el Cuerpo y la Sangre del mismo Cristo (…)» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1.357).
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LO DECISIVO ES TENER HAMBRE
El que me come vivirá por mí.
El evangelista Juan utiliza un lenguaje muy fuerte para insistir en la necesidad de alimentar la comunión con Jesucristo. Sólo así experimentaremos en nosotros su propia vida. Según él, es necesario comer a Jesús: «El que me come a mí, vivirá por mí».
El lenguaje adquiere un carácter todavía más agresivo cuando dice que hay que comer la carne de Jesús y beber su sangre. El texto es rotundo. «Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él».
Este lenguaje ya no produce impacto alguno entre los cristianos. Habituados a escucharlo desde niños, tendemos a pensar en lo que venimos haciendo desde la primera comunión. Todos conocemos la doctrina aprendida en el catecismo: en el momento de comulgar, Cristo se hace presente en nosotros por la gracia del sacramento de la eucaristía.
Por desgracia, todo puede quedar más de una vez en doctrina pensada y aceptada piadosamente. Pero, con frecuencia, nos falta la experiencia de incorporar a Cristo a nuestra vida concreta. No sabemos cómo abrirnos a él para que nutra con su Espíritu nuestra vida y la vaya haciendo más humana y más evangélica.
Comer a Cristo es mucho más que adelantarnos distraídamente a cumplir el rito sacramental de recibir el pan consagrado. Comulgar con Cristo exige un acto de fe y apertura de especial intensidad, que se puede vivir sobre todo en el momento de la comunión sacramental, pero también en otras experiencias de contacto vital con Jesús.
Lo decisivo es tener hambre de Jesús. Buscar desde lo más profundo encontrarnos con él. Abrirnos a su verdad para que nos marque con su Espíritu y potencie lo mejor que hay en nosotros. Dejarle que ilumine y transforme las zonas de nuestra vida que están todavía sin evangelizar.
Entonces, alimentarnos de Jesús es volver a lo más genuino, lo más simple y más auténtico de su Evangelio; interiorizar sus actitudes más básicas y esenciales; encender en nosotros el instinto de vivir como él; despertar nuestra conciencia de discípulos y seguidores para hacer de él el centro de nuestra vida. Sin cristianos que se alimenten de Jesús, la Iglesia languidece sin remedio.
José Antonio Pagola
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ALIMENTARNOS DE JESÚS
Según el relato de Juan, una vez más los judíos, incapaces de ir más allá de lo físico y material, interrumpen a Jesús, escandalizados por el lenguaje agresivo que emplea: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”. Jesús no retira su afirmación, sino que da a sus palabras un contenido más profundo.
E l núcleo de su exposición nos permite adentrarnos en la experiencia que vivían las primeras comunidades cristianas al celebrar la eucaristía. Según Jesús, los discípulos no solo han de creer en él, sino que han de alimentarse y nutrir su vida de su misma persona. La eucaristía es una experiencia central en sus seguidores de Jesús.
Las palabras que siguen no hacen sino destacar su carácter fundamental e indispensable: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”. Si los discípulos no se alimentan de él, podrán hacer y decir muchas cosas, pero no han de olvidar sus palabras: “No tenéis vida en vosotros”.
Para tener vida dentro de nosotros necesitamos alimentarnos de Jesús, nutrirnos de su aliento vital, interiorizar sus actitudes y sus criterios de vida. Este es el secreto y la fuerza de la eucaristía. Solo lo conocen aquellos que comulgan con él y se alimentan de su pasión por el Padre y de su amor a sus hijos.
El lenguaje de Jesús es de gran fuerza expresiva. A quien sabe alimentarse de él, le hace esta promesa: “Ese habita en mí y yo en él”. Quien se nutre de la eucaristía experimenta que su relación con Jesús no es algo externo. Jesús no es un modelo de vida que imitamos desde fuera. Alimenta nuestra vida desde dentro.
Esta experiencia de “habitar” en Jesús y dejar que Jesús “habite” en nosotros puede transformar de raíz nuestra fe. Ese intercambio mutuo, esta comunión estrecha, difícil de expresar con palabras, constituye la verdadera relación del discípulo con Jesús. Esto es seguirle sostenidos por su fuerza vital.
La vida que Jesús transmite a sus discípulos en la eucaristía es la que él mismo recibe del Padre que es Fuente inagotable de vida plena. Una vida que no se extingue con nuestra muerte biológica. Por eso se atreve Jesús a hacer esta promesa a los suyos: “El que come este pan vivirá para siempre”.
Sin duda, el signo más grave de la crisis de la fe cristiana entre nosotros es el abandono tan generalizado de la eucaristía dominical. Para quien ama a Jesús es doloroso observar cómo la eucaristía va perdiendo su poder de atracción. Pero es más doloroso aún ver que desde la Iglesia asistimos a este hecho sin atrevernos a reaccionar. ¿Por qué?
José Antonio Pagola
- CALIDAD DE VIDA
El que me come, vivirá por mí.
Cuando el evangelio de Juan desea insistir en algo de importancia decisiva, va poniendo en labios de Jesús palabras que repiten una y otra vez la misma idea con diversos matices: «Yo soy el pan vivo», un pan lleno de vida; «el que me come, vivirá por mí», su vida se nutrirá de la mía; «el que coma de este pan, vivirá para siempre», su vida no terminará en la muerte.
Sin duda, aquí se está hablando de la eucaristía, pero no sólo de ella. La afirmación básica y central es ésta: Jesús es «fuente de vida» para todo el que se alimenta de él. En Jesús no vamos a encontrar ante todo una doctrina o una filosofía; no vamos a hallar una teología de escribas o una religión fundamentada en la ley. Vamos a encontrarnos con alguien, lleno de Dios, capaz de alimentar nuestro anhelo de vida y vida eterna.
En las sociedades modernas se habla mucho de «calidad de vida». Desgraciadamente, sólo se trata de la calidad de algunos productos. Se diría que la vida mejora cuando mejora el modelo de nuestro coche, la capacidad de nuestro ordenador o la urbanización donde vivimos. Sin embargo, se puede tener toda la «calidad de vida» que ofrece la sociedad moderna y no saber vivir.
No es extraño ver a personas cuyo único objetivo es llenar el vacío de sus vidas llenándolo de placer, excitación, dinero, ambición y poder. No pocos se dedican a llenar su vida de cosas, pero las cosas siempre son algo muerto, no pueden alimentar nuestro deseo de vivir. No es casual que siga creciendo el número de personas que no conocen la alegría de vivir.
La experiencia cristiana consiste fundamentalmente en alimentar nuestra vida en Jesús, descubriendo la fuerza que encierra para transformarnos poco a poco a lo largo de los días. Jesús infunde siempre un deseo inmenso de vivir y hacer vivir. Un deseo de vivir con más verdad y más amor.
Hay una «calidad de vida» que muchos desconocen y que sólo la disfrutan quienes saben vivir con la sencillez y sobriedad de Jesús, con su mirada atenta al sufrimiento humano, con su deseo de vida digna para todos, con su confianza grande en Dios.
José Antonio Pagola
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PAN Y VINO
El que coma de este pan…
Empobreceríamos gravemente el contenido de la eucaristía, si olvidáramos que en ella hemos de encontrar los creyentes el alimento que ha de nutrir nuestra existencia. Es cierto que la eucaristía es una comida compartida por hermanos que se sienten unidos en una misma fe. Pero, aun siendo muy importante esta comunión fraterna, es todavía insuficiente, ya que lo decisivo es la unión con Cristo que se nos da como alimento.
Algo semejante hemos de decir de la presencia de Cristo en la eucaristía. Se ha subrayado y con razón esta presencia sacramental de Cristo en el pan y el vino, pero Cristo no está ahí por estar; está presente ofreciéndose como alimento que sostiene nuestra vida.
Si queremos redescubrir el hondo significado de la eucaristía, hemos de recuperar el simbolismo básico del pan y del vino. Para subsistir, el hombre necesita comer y beber. Y este simple hecho, a veces tan olvidado en las sociedades satisfechas del Primer Mundo, nos revela que el hombre no se fundamenta a sí mismo sino que vive recibiendo misteriosamente la vida.
La sociedad contemporánea está perdiendo capacidad para descubrir el significado de los gestos básicos del ser humano. Sin embargo, son estos gestos sencillos y originarios los que nos devuelven a nuestra verdadera condición de criaturas, que reciben la vida como regalo de Dios.
Concretamente, el pan es el símbolo elocuente que con- densa en sí mismo todo lo que significa para el hombre la comida y el alimento. Por eso, el pan ha sido venerado en muchas culturas de manera casi sagrada. Todavía recordará más de uno cómo nuestras madres nos lo hacían besar cuando, por descuido, caía al suelo algún trozo.
Pero, desde que nos llega de la tierra hasta la mesa, el pan necesita ser trabajado por el hombre que siembra, abona el terreno, siega y recoge las espigas, muele el trigo, cuece la harina. El vino supone un proceso todavía más complejo en su elaboración.
Por eso, cuando se presenta el pan y el vino sobre el altar, se dice que son «fruto de la tierra y del trabajo del hombre». Por una parte, son «fruto de la tierra» y nos recuerdan que el mundo y nosotros mismos somos un don misterioso que ha surgido de las manos del Creador. Por otra parte, son «fruto del trabajo» y significan lo que los hombres hacemos y construimos con nuestro esfuerzo solidario.
Ese pan y ese vino se convertirán para los creyentes en «pan de vida» y «cáliz de salvación». Ahí encontramos los cristianos esa «verdadera comida» y «verdadera bebida» que nos dice Jesús. Una comida y una bebida que alimentan nuestra vida sobre la tierra, nos invitan a trabajarla y mejorarla, y nos sostienen mientras caminamos hacia la vida eterna.
José Antonio Pagola
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LA MISA «DICE MUCHO»
El que coma de este pan vivirá.
Se suele escuchar con bastante frecuencia: «La misa no me dice nada». Las razones pueden ser diversas: actuación rutinaria del celebrante, desconocimiento del significado de los gestos litúrgicos, lenguaje alejado de la realidad actual… Hay, sin embargo, otra razón fundamental: por muy cálida y viva que sea la celebración, si la persona no participa interiormente y se abre a Dios en cada momento, la Eucaristía «no le dice nada».
Hay cuatro etapas importantes en el desarrollo de la Eucaristía, que es necesario vivir con la actitud apropiada. El primer momento es de encuentro. Llegamos a la Iglesia, nos saludamos y vamos formando entre todos, la asamblea litúrgica. Es el momento de acogernos mutuamente y de preparar nuestro corazón para la celebración. Los ritos iniciales nos ayudan a distanciarnos de nuestro ritmo de vida a veces tan agitado y tenso, a despertar nuestra fe, pedir perdón y disponemos para vivir un encuentro gozoso con Dios.
El segundo momento es de escucha. Nos mantenemos sentados para escuchar la Palabra de Dios. Después de haber oído durante la semana tantas palabras, noticias, comentarios e información, nos disponemos a escuchar ahora una Palabra diferente que puede iluminar y orientar nuestras vidas. Escuchamos la Palabra que pone sentido, verdad y esperanza en nuestra existencia. Ante el Evangelio nos ponemos de pie pues las palabras de Jesús tienen para nosotros un valor único. Son «espíritu y vida».
El tercer momento es de acción de gracias. Estamos de pie unidos al celebrante que, en nombre de todos, pronuncia la plegaria eucarística. La actitud es clara desde el principio: «los corazones levantados hacia el Señor» dando gracias y alabando su bondad. Aquí ya no se predica ni se enseña, no se analiza ni se medita. Estamos en el corazón de la Eucaristía. Aquí lo importante es la alabanza y el agradecimiento hondo a Dios por el regalo de su Hijo Jesucristo.
El último momento es de comunión y encuentro íntimo con el Señor. Todo nos conduce a participar en la mesa preparada para nosotros: el «Padrenuestro» que nos recuerda que somos hermanos, hijos de un mismo Padre; el gesto de la paz que nos reconcilia e invita al mutuo perdón; la procesión hacia el altar para extender nuestra mano y alimentarnos del Señor. Es el momento de comulgar con Cristo y con los hermanos. A quien la vive desde dentro, la misa «le dice mucho».
José Antonio Pagola
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VIVEN
El que coma de este pan, vivirá para siempre.
En pocos años ha crecido en la sociedad moderna la indiferencia respecto a los muertos. El hombre de hoy no mantiene con los muertos aquella relación humana y cálida de otros tiempos. Es cierto que se cuidan las tumbas y se visitan los cementerios, especialmente el día de difuntos. Sin embargo, todo se asemeja a los restos de un viejo «culto universal a los muertos», que aún persiste y se va transmitiendo sin saber muy bien por qué, hasta que probablemente termine desapareciendo.
Karl Rahner estudiaba hace unos años las razones profundas de este fenómeno. Por una parte, la fe en la vida eterna se va debilitando; pero, como es obvio, si no hay vida eterna, los muertos no tienen existencia real alguna; imposible relacionarnos con ellos. Por otra parte, la muerte se ha convertido en tabú para el hombre moderno. Con tal de evitar el malestar que produce su recuerdo, se prefiere la insensibilidad ante los muertos.
Hay todavía algo más. Los muertos han traspasado el umbral decisivo que también nosotros vamos a traspasar pronto. Nos han sido arrebatados para entrar en el misterio desconocido de Dios. Pero los hombres y mujeres de hoy no nos arriesgamos a enfrentarnos a lo inquietante del misterio. Preferimos rehuir lo que nos pone ante la eternidad de Dios.
Para un cristiano, sin embargo, no es absurdo recordar a los muertos, pues los muertos viven. Desde su fe en el «Dios de vivos y muertos», el Dios que crea y resucita la vida, el creyente se siente solidario con todos los seres humanos, también con los que viven ya en la eternidad de Dios.
No se trata de volver a un culto morboso a los difuntos. Tampoco de establecer con ellos una supuesta relación por medio de técnicas espiritistas. Es vivir con ellos una comunión fraternal bajo el amor eterno de Dios que nos abarca a todos.
Esos seres queridos que fueron parte de nuestra vida, que nos amaron tanto y a quienes también nosotros amamos, están vivos en Dios. Por eso los podemos seguir amando y recordando. Tal vez, contrajimos deudas con ellos; hoy podemos vivir de su perdón silencioso. Quizás nos hicieron mal, hoy podemos expresarles nuestro perdón. Es Dios quien hace posible esos lazos y esa comunión real. Nuestro amor está sostenido por su amor eterno y universal.
En el centro de la esperanza cristiana está siempre la confianza total en Jesucristo, bajado del cielo «para dar vida». Quien comulgue con él «vivirá para siempre» (Juan 6, 59).
José Antonio Pagola
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COMUNION REAL
El que come mi carne… habita en mí y yo en él.
U no de los fenómenos postconciliares más llamativos en las celebraciones litúrgicas de nuestros días es el acercamiento masivo de los fieles a recibir la comunión. Hace solo unos años, eran contados los que se adelantaban a comulgar. Hoy son pocos los que se quedan sin hacerlo.
El cambio revela, sin duda, una forma nueva de entender la comunión y los requisitos exigidos para recibir al Señor, pero no producirá una revitalización de los creyentes si, al mismo tiempo, no se renueva y revitaliza su fe en la presencia de Cristo en la eucaristía. La mayoría de ellos tiene una idea muy confusa de esa presencia. Recuerdan el término «transubstanciación» como una de esas palabras extrañas que aparecían en el catecismo, pero no les ayuda a comulgar con más hondura.
Ciertamente, ese término recoge de manera adecuada la fe en la presencia eucarística de Cristo tal como fue formulada en el Concilio de Trento (año 1551). Después de la consagración, Cristo está presente verdadera, real y sustancialmente en el pan y el vino; la realidad profunda (sustancia) del pan y del vino se convierten en la realidad profunda (sustancia) del cuerpo y la sangre de Cristo, aunque todo lo que pertenece al campo de nuestra percepción (accidentes) permanece invariable como en el pan y vino ordinarios.
La teología actual ha hecho esfuerzos notables, no para negar esta presencia, sino para presentarla en un lenguaje más apto para el hombre de hoy. Solo señalaré dos rasgos que están en el trasfondo de los nuevos planteamientos teológicos y que pueden ayudar a dar un contenido más hondo a la comunión.
Una nueva antropología del «signo» ayuda a entender mejor el sacramento de la eucaristía. Hay signos que son puramente «informativos» (una señal de tráfico) y signos que son «comunicativos» (el regalo de una persona). Estos últimos no solo nos informan de algo, sino que nos comunican el amor o la presencia amistosa de la persona. En el signo sacramental de la eucaristía se nos comunica realmente la presencia amorosa de Cristo.
Pero, la teología ha reflexionado también sobre el concepto de «presencia». Hay una «presencia espacial» que se da mediante la cercanía en el espacio; los objetos o las personas están allí físicamente presentes en aquel espacio, pero no hay comunicación personal. En la «presencia personal», por el contrario, hay comunicación personal que se establece y se basa en un «signo realizador». Esta presencia puede ser únicamente ofrecida por uno o puede ser también aceptada por el otro como regalo. Entonces la comunión es completa.
Esto es lo que sucede en la eucaristía. Cristo está presente y se ofrece realmente a un nivel de profundidad que solo él puede alcanzar. El pan y el vino consagrados sirven para que se realice esa donación de Cristo. El se da de manera real, auténtica e irrevocable. Cuando esa donación es acogida por el creyente se llega a la comunión real con él. Se cumplen entonces las palabras de Jesús: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él.»
José Antonio Pagola