REFLEXIONES. (D. xix to)
A.- PENSAMIENTOS PARA EL EVANGELIO DE HOY
«Para llevar una vida espiritual, que nos es común con los ángeles y los espíritus celestes y divinos, es necesario el pan de la gracia del Espíritu Santo y de la caridad de Dios» (San Lo«(…) Toda la vida cristiana es comunión con cada una de las Personas divinas, sin separarlas de ningún modo (…)» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 259)renzo de Brindisi)
«Vivamos la Eucaristía con espíritu de fe, de oración, de perdón, de penitencia, de alegría comunitaria, de preocupación por los necesitados, en la certeza de que el Señor realizará aquello que nos ha prometido: la vida eterna» (Francisco)
«(…) Toda la vida cristiana es comunión con cada una de las Personas divinas, sin separarlas de ningún modo (…)» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 259)
B.- ATRACCIÓN POR JESÚS
El evangelista Juan repite una y otra vez expresiones e imágenes de gran fuerza para recordar a todos que han de acercarse a Jesús para descubrir en él una fuente de vida nueva. Un principio vital que no es comparable con nada que hayan podido conocer con anterioridad.
Jesús es «pan bajado del cielo». No ha de ser confundido con cualquier fuente de vida. En Jesucristo podemos alimentarnos de una fuerza, una luz, una esperanza, un aliento vital… que vienen del misterio mismo de Dios, el Creador de la vida. Jesús es «el pan de la vida».
Por eso, precisamente, no es posible encontrarse con él de cualquier manera. Hemos de ir a lo más hondo de nosotros mismos, abrirnos a Dios y «escuchar lo que nos dice el Padre». Nadie puede sentir verdadera atracción por Jesús, «si no lo atrae el Padre que lo ha enviado».
Lo más atractivo de Jesús es su capacidad de dar vida. El que cree en Jesucristo y sabe entrar en contacto con él, conoce una vida diferente, de calidad nueva, una vida que, de alguna manera, pertenece ya al mundo de Dios. Juan se atreve a decir que «el que coma de este pan, vivirá para siempre».
Si, en nuestras comunidades cristianas, no nos alimentamos del contacto con Jesús, seguiremos ignorando lo más esencial y decisivo del cristianismo. Por eso, nada hay pastoralmente más urgente que cuidar bien nuestra relación con Jesús el Cristo.
Si, en la Iglesia, no nos sentimos atraídos por ese Dios encarnado en un hombre tan humano, cercano y cordial, nadie nos sacará del estado de mediocridad en que vivimos sumidos de ordinario. Nadie nos estimulará para ir más lejos que lo establecido por nuestras instituciones. Nadie nos alentará para ir más adelante que lo que nos marcan nuestras tradiciones.
Si Jesús no nos alimenta con su Espíritu de creatividad, seguiremos atrapados en el pasado, viviendo nuestra religión desde formas, concepciones y sensibilidades nacidas y desarrolladas en otras épocas y para otros tiempos que no son los nuestros. Pero, entonces, Jesús no podrá contar con nuestra cooperación para engendrar y alimentar la fe en el corazón de los hombres y mujeres de hoy.
José Antonio Pagola
C.- EL CAMINO PARA CREER EN JESÚS
Según el relato de Juan, Jesús repite cada vez de manera más abierta que viene de Dios para ofrecer a todos, un alimento que da vida eterna. La gente no puede seguir escuchando algo tan escandaloso sin reaccionar. Conocen a sus padres. ¿Cómo puede decir que viene de Dios?
A nadie nos puede sorprender su reacción. ¿Es razonable creer en Jesucristo? ¿Cómo podemos creer que en ese hombre concreto, nacido poco antes de morir Herodes el Grande, y conocido por su actividad profética en la Galilea de los años treinta, se ha encarnado el Misterio insondable de Dios.
Jesús no responde a sus objeciones. Va directamente a la raíz de su incredulidad: “No critiquéis”. Es un error resistirse a la novedad radical de su persona obstinándose en pensar que ya saben todo acerca de su verdadera identidad. Les indicará el camino que pueden seguir.
Jesús presupone que nadie puede creer en él si no se siente atraído por su persona. Es cierto. Tal vez, desde nuestra cultura, lo entendemos mejor que aquellas gentes de Cafarnaún. Cada vez nos resulta más difícil creer en doctrinas o ideologías. La fe y la confianza se despiertan en nosotros cuando nos sentimos atraídos por alguien que nos hace bien y nos ayuda a vivir.
Pero Jesús les advierte de algo muy importante: “Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado”. La atracción hacia Jesús la produce Dios mismo. El Padre que lo ha enviado al mundo despierta nuestro corazón para que nos acerquemos a Jesús con gozo y confianza, superando dudas y resistencias.
Por eso hemos de escuchar la voz de Dios en nuestro corazón y dejarnos conducir por él hacia Jesús. Dejarnos enseñar dócilmente por ese Padre, Creador de la vida y Amigo del ser humano: “Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí”.
La afirmación de Jesús resulta revolucionaria para aquellos hebreos. La tradición bíblica decía que el ser humano escucha en su corazón la llamada de Dios a cumplir fielmente la Ley. El profeta Jeremías había proclamado así la promesa de Dios: “Yo pondré mi Ley dentro de vosotros y la escribiré en vuestro corazón”.
Las palabras de Jesús nos invitan a vivir una experiencia diferente. La conciencia no es solo el lugar recóndito y privilegiado en el que podemos escuchar la Ley de Dios. Si en lo íntimo de nuestro ser, nos sentimos atraídos por lo bueno, lo hermoso, lo noble, lo que hace bien al ser humano, lo que construye un mundo mejor, fácilmente no sentiremos invitados por Dios a sintonizar con Jesús. Es el mejor camino para creer en él.
José Antonio Pagola
D.- DEJARSE GUIAR POR DIOS
Nadie puede venir a mí si no lo atrae mi Padre.
Jesús se encuentra discutiendo con un grupo de judíos. En un determinado momento, hace una afirmación de gran importancia: «Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre». Y más adelante continúa: «el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí».
La incredulidad empieza a brotar en nosotros desde el mismo momento en que empezamos a organizar nuestra vida de espaldas a Dios. Así de sencillo. Dios va quedando ahí como algo poco importante que se arrincona en algún lugar olvidado de nuestra vida. Es fácil entonces vivir «pasando de Dios».
Incluso los que nos decimos creyentes estamos perdiendo capacidad para escuchar a Dios. No es que Dios no hable en el fondo de las conciencias. Es que, llenos de ruido y autosuficiencia, no sabemos ya percibir su presencia callada en nosotros.
Quizás sea ésta nuestra mayor tragedia. Estamos arrojando a Dios de nuestro corazón. Nos resistimos a escuchar su llamada. Nos ocultamos a su mirada amorosa. Preferimos «otros dioses» con quienes vivir de manera más cómoda y menos responsable.
Sin embargo, sin Dios en el corazón, quedamos como perdidos. Ya no sabemos de dónde venimos y hacia dónde vamos. No reconocemos qué es lo esencial y qué lo poco importante. Nos cansamos buscando seguridad y paz, pero nuestro corazón sigue inquieto e inseguro.
Se nos ha olvidado que la paz, la verdad y el amor se despiertan en nosotros cuando nos dejamos guiar por Dios. Todo cobra entonces nueva luz. Todo se empieza a ver de otra manera más amable y esperanzada.
Hace ya algunos años, el concilio Vaticano II hablaba de la «conciencia» como «el núcleo más secreto» del ser humano, el «sagrario» en el que la persona «se siente a solas con Dios», un espacio interior donde «la voz de Dios resuena en su recinto más íntimo». Bajar hasta el fondo de esta conciencia, escuchar los anhelos más nobles del corazón, es el camino más sencillo para escuchar a Dios. Quien escucha esa voz interior, se sentirá atraído hacia Jesús.
José Antonio Pagola
E.- NO ES NORMAL
Nadie puede venir a mí, si no lo trae mi Padre
A muchos hombres y mujeres de mi generación, nacidos en familias creyentes, bautizados a los pocos días de vida y educados siempre en un ambiente cristiano, les ha podido suceder lo mismo que a mí. Hemos respirado la fe de manera tan natural que podemos llegar a pensar que lo normal es ser creyente.
Es curioso nuestro lenguaje. Hablamos como si creer fuera el estado más normal. El que no adopta una postura creyente ante la vida es considerado como un hombre o mujer al que le falta algo. Entonces lo designamos con una forma privativa: «in-creyente» o «in-crédulo».
No nos damos cuenta de que la fe no es algo natural sino un don inmerecido. Los increyentes no son gente tan extraña como a nosotros nos puede parecer. Al contrario, somos los cristianos los que tenemos que reconocer que resultamos bastante extraños.
¿Es normal ser hoy discípulos de un hombre ajusticiado por los romanos hace veinte siglos, del que proclamamos que resucitó a la vida porque era nada menos que el Hijo de Dios hecho hombre? ¿Es razonable esperar en un más allá que podría ser sólo la proyección de nuestros deseos y el engaño más colosal de la humanidad?
¿No es sorprendente pretender acoger al mismo Cristo en nuestra vida compartiendo juntos su cuerpo y su sangre en ritos y celebraciones de carácter tan arcaico? ¿No es una presunción orar creyendo que Dios nos escucha o leer los libros sagrados pensando que Dios nos está hablando?
El encuentro con increyentes que nos manifiestan honradamente sus dudas e incertidumbres, nos puede ayudar hoy a los cristianos a vivir la fe de manera más realista y humilde, pero también con mayor gozo y agradecimiento.
Aunque los cristianos tenemos razones para creer (de lo contrario, lo dejaríamos), la fe, como dice San Pablo, «no se fundamenta en la sabiduría humana». La fe no es algo natural y espontáneo. Es un don inmerecido, una aventura extraordinaria. Un modo de «estar en la vida», que nace y se alimenta de la gracia de Dios.
Los creyentes deberíamos escuchar hoy de manera muy particular las palabras de Jesús: «No critiquéis. Nadie puede venir a mí si no lo trae el Padre que me ha enviado». Más que llenar nuestro corazón de críticas amargas, hemos de abrimos a la acción del Padre.
Para creer es importante enfrentarse a la vida con sinceridad total, pero es decisivo dejarse guiar por la mano amorosa de ese Dios que conduce misteriosamente nuestra vida.
José Antonio Pagola