Reflexión 17 septiembre 2024

Como una mamá que defiende a sus hijos

Martes 17 de septiembre de 2013

Fuente: L’Osservatore Romano, ed. sem. en lengua española, n. 38, viernes 20 de septiembre de 2013

 

Como una mamá que nos ama, nos defiende, nos da la fuerza para ir adelante en la lucha contra el mal. Es ésta la imagen de la Iglesia trazada por el Papa Francisco el 17 de septiembre, durante la misa que celebró como al inicio de cada mañana en Santa Marta.

Comentando el pasaje del Evangelio de Lucas que narra la resurrección del hijo de la viuda de Naín (7, 11-17), el Pontífice describió a Jesús, quien, al ver a la mujer ante el cadáver de su único hijo muerto, «se compadeció». Y definió el sentimiento de Cristo como «la capacidad de padecer con nosotros, de estar cerca de nuestros sufrimientos y hacerlos suyos». Por lo demás, Él sabía bien «qué significaba ser una mujer viuda en aquel tiempo», cuando las madres que se quedaban solas para criar a sus hijos debían confiarse a la ayuda y a la caridad de los demás. Por eso los preceptos de entonces insisten tanto en «ayudar a los huérfanos y a las viudas, porque en ese tiempo eran los más solos, los más abandonados».

El pensamiento del obispo de Roma se dirigió a otras figuras de viudas de las que se habla en la Biblia. Hacia ellas el Señor muestra un particular «cuidado, un especial amor», hasta el punto de que terminan por constituir «una imagen de la Iglesia, porque —explicó— también la Iglesia es en cierto sentido viuda: su esposo se ha ido y ella camina en la historia esperando reencontrarle, encontrarse con Él. Entonces ella será la esposa definitiva». Pero —advirtió— «entretanto la Iglesia está sola», y el Señor no es para ella visible: así que «tiene una cierta dimensión de viudedad».

La primera consecuencia de esta viudedad es que la Iglesia se hace «valiente», a semejanza de una madre «que defiende a los hijos», justamente como la viuda del Evangelio «que iba al juez corrupto para defender a los hijos y al final ganó». Porque, como subrayó el Papa, «nuestra madre Iglesia tiene ese valor de una mujer que sabe que los hijos son suyos y debe defenderles y llevarles al encuentro con su esposo».

De la valentía se deriva un segundo elemento: la fuerza, como testimonian otras viudas descritas en las Escrituras: entre ellas Noemí, bisabuela de David, «que no tenía miedo de permanecer sola», o la viuda macabea con siete hijos, «que por no renegar de Dios, por no renegar de la ley de Dios, fueron martirizados por el tirano». De esta mujer un detalle impactó al Papa Francisco: el hecho de que la Biblia subraye «que hablaba en dialecto, en la primera lengua», precisamente como hace «nuestra Iglesia madre», que nos habla «en aquella lengua de la verdadera ortodoxia que todos nosotros comprendemos, la lengua del catecismo, esa lengua fuerte, que nos hace fuertes y nos da también la fortaleza para ir adelante en la lucha contra el mal».

Sintetizando las propias reflexiones, el Pontífice subrayó «la dimensión de viudedad de la Iglesia, que camina en la historia esperando encontrar, reencontrar a su esposo». Y evidenció que «nuestra madre Iglesia es así: es una Iglesia que cuando es fiel sabe llorar, llora por sus hijos y ora». Es más, «cuando la Iglesia no llora, algo no va bien»; mientras que la Iglesia funciona cuando «va adelante y hace crecer a sus hijos, les da fortaleza, les acompaña hasta la última despedida, para dejarles en las manos de su esposo, al que al final también ella encontrará».

Y dado que el Papa ve a «nuestra madre Iglesia en esta viuda que llora», hay que preguntarse qué dice el Señor a esta madre para consolarla. La respuesta está en las palabras mismas de Jesús, citadas por Lucas: «¡No llores!». Palabras que parecen decir: no llores porque «yo estoy contigo, te acompaño, te espero allí, en las bodas, las últimas bodas, las del cordero»; deja de llorar, «este hijo tuyo que estaba muerto ahora vive». Y a éste último, tercera figura presente en la escena evangélica, el Señor se dirige, intimándole: «¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!». Para el Pontífice son las mismas palabras que el Señor dirige a los hombres en el sacramento de la reconciliación, «cuando nosotros estamos muertos por el pecado y vamos a pedirle perdón».

El relato de Lucas concluye con la descripción del joven muerto, que se levanta y empieza a hablar, y de Jesús que se lo entrega a su madre. Precisamente como hace con nosotros —observó el Papa— «cuando nos perdona, cuando nos devuelve la vida», porque «nuestra reconciliación no acaba en el diálogo» con el sacerdote que nos da el perdón, sino que se completa «cuando él nos restituye a nuestra madre». En efecto, «no hay camino de vida, no hay perdón, no hay reconciliación fuera de la madre Iglesia», tanto que es necesario siempre «pedir al Señor la gracia de confiar en esta mamá que nos defiende, nos enseña, nos hace crecer».

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