Primer medio para santificarnos

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Primer medio para santificarnos

Si hemos decidido hacernos santos y pronto, el primer medio para esto es hacer a Dios un ofrecimiento total de nosotros mismos.  Esto es lo que voy a explicar claramente para que sea entendido por todos.  ¡Felices los que lo entienden y lo practican!. 

Para que lleguemos a ser santos son necesarias dos cosas: la Gracia de Dios y nuestra voluntad.  Si Dios no nos diera la Gracia sería imposible llegar a ser santos, sería igualmente imposible si no quisiéramos corresponder a esta Gracia porque Dios no hace santos a la fuerza. 

El primero de estos medios, es decir la Gracia de Dios, no falta nunca, porque Él la da a todos.  Muchas veces falta la segunda condición, es decir nuestra voluntad, porque en nuestra debilidad, en nuestro amor desordenado a nosotros mismos y a las cosas de este mundo, tenemos una voluntad contraria y enemiga de la santidad, sea en parte o totalmente, mientras que permanece esta voluntad contraria a la santidad es imposible llegar a ser santos. 

Entonces es necesario destruir esta contrariedad y esta enemistad de nuestra voluntad, quitando todo apego desordenado que tenemos a nosotros mismos y a las cosas de este mundo: este apego desordenado se quita con el ofrecimiento total que nosotros hacemos a Dios de nosotros mismos y de todas nuestras cosas. 

Lo hacemos de este manera: nos ponemos frente a Dios y le ofrecemos humildemente todo lo que somos, lo que tenemos en este mundo, para que Dios haga todo lo que quiere, con el único deseo de amarlo perfectamente y de darle el mayor gusto posible. Presentamos, en ofrecimiento a Dios el alma con sus facultades: la memoria, el entendimiento, la voluntad; el cuerpo, las fuerzas, la salud, la vida; todas las cosas, dinero, bienes, pocos o muchos que sean; el honor, la reputación, nuestros cargos, ocupaciones, profesión, tareas, y cualquier otra cosa que podamos tener, poniendo todo en sus santísimas y paternas manos.  Le rogamos que haga de nosotros y de nuestras cosas como y cuanto mejor considere, pedimos solamente la gracia de amarlo con todo el corazón, para cumplir perfectamente y de una manera total su santísima Voluntad, para agradarle únicamente a Él. 

Podemos utilizar estas palabras: ‘Señor, yo pongo en tus manos todo mí ser: el alma, el cuerpo, la salud y la vida y todo cuanto me has dado en este mundo, sin reservar nada para mí: de mí y de mis cosas haz Tú lo que quieres: yo no quiero otra cosa que tu Amor, tu Gracia y tu voluntad’. 

A través de este ofrecimiento el cristiano se deshace, se desvincula de todo afecto desordenado que pueda tener a sí mismo y a las cosas, y por eso quita de sí todo apego desordenado a la propia voluntad. 

Podremos pensar que una cosa es decir y otra es hacer, que este ofrecimiento será fácil hacerlo de palabras, pero que de hecho es mucho más difícil y que muy pocos lo podrán vivir en la práctica; que muchos dirán ‘ofrezco, renuncio’, muy pocos ofrecerán y renunciarán de todo corazón a todo apego desordenado a si mismos y a las cosas. 

Sin embargo hay que notar que el cristiano comienza a hacer este ofrecimiento con la ayuda de la Gracia de Dios, sin la cual es imposible concebir el mínimo buen pensamiento; y esta Gracia de Dios, que lleva a empezar, es la misma que hace cumplir y perfeccionar la entrega y que convierte a esta en eficaz y fructífera al practicarla. 

La gracia de Dios actúa con mayor fuerza y virtud, en la medida que encuentra en nosotros menos obstáculos, es decir menor amor propio y apegos terrenales.  No cabe duda que los obstáculos van desapareciendo en la medida que un cristiano se esfuerza para liberarse completamente. 

Es claro que cuando el cristiano, con la ayuda de la Gracia, hace este ofrecimiento de la mejor manera, al mismo tiempo está poniendo toda su voluntad para liberarse de cuanto puede obstaculizar la Gracia que quiere perfeccionar la obra ya empezada.  Por eso la Gracia de Dios no puede encontrar un corazón mejor dispuesto a sus inspiraciones, a sus luces, a sus motivaciones, que un corazón que pone todo de sí mismo para hacer a Dios una entrega total y sincera. 

Este ofrecimiento no hay que hacerlo una sola vez, hay que repetirlo con cierta frecuencia porque es de mucho mérito y de agrado para el Señor; es el acto de mayor mérito y que más agrada a Dios, porque es el acto más perfecto de conformidad con la divina Voluntad: y en esto consiste la perfección del Amor. Cuanto más frecuentemente se repite esta entrega tanto mejor se toma el hábito, se hace con mayor fervor y caridad y el cristiano queda como en un estado de habitual ofrecimiento a Dios de sí mismo y de sus cosas.  Este es el estado más sereno, más pacífico, de la mayor unión con Dios, que un alma puede tener en este mundo. 

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