11 de marzo
¿Me será dada y otorgada por Jesús la gracia de al menos morir en el lugar adonde él, con tanta bondad paterna, me llamó? Esta dulce esperanza me sostiene y me anima a seguir viviendo.
Mientras tanto, ya que Jesús no ha querido que yo consagre a mi querida madre provincia toda mi persona, me he ofrecido al Señor como víctima por todas las necesidades espirituales de la misma, y esta ofrenda la voy repitiendo continuamente ante el Señor. Estoy contento al poder ver que, al menos en parte, mi ofrenda ha sido aceptada. Quiera el buen Jesús acogerla plenamente.
¿Qué decirle del actual estado de mi espíritu? La terrible crisis, a la que me referí en mi carta anterior, va aumentando cada día más. En el momento presente, el alma está encerrada en un cerco de hierro. Por una parte teme ofender a Dios en todo lo que hace, y esto le provoca tanto terror que sólo puede ser equiparado a las penas de los condenados.
Padre, no crea que en esta afirmación mía haya algo de exageración; la realidad es exactamente esa. Una de estas noches, ante este pensamiento, me pareció que me moría. El Señor me hizo probar todas las penas que sufren allá abajo los condenados.
Pero, por otra parte, lo que más me atormenta es que, en este tiempo, siento agigantarse en mi alma el deseo de amar a Dios y de corresponder a sus beneficios.
(11 de marzo de 1915, al P. Benedetto da San Marco in Lamis, Ep. I, 541)