Llamados a ser santos
Dios quiere que todos, cada uno en su estado, lleguen a ser santos. La santidad cristiana consiste en la caridad, es decir, en el cumplimiento de la voluntad divina. Si la criatura humana llega a vivir exclusivamente para su Creador, alcanza por eso mismo la perfección. Convéncete de que toda persona puede lograr la verdadera perfección. Convéncete de que tú también, en cualquier estado que te encuentres, puedes vivir únicamente para tu Creador. Muchos caen en el gravísimo error de creer que la santidad, es decir la perfección cristiana, es algo demasiado difícil de alcanzar. Este es un error que produce mucho daño, porque quien considere que llegar a ser santo es una empresa demasiado difícil, no pondrá su aporte para alcanzar esta meta, de manera que no llegará a santo, sino que permanecerá en sus defectos y pecados. Este es el signo de la santidad: decidirse a dar el corazón enteramente a Dios. Si la criatura lo entrega, el Creador sin duda lo toma, y la santificación está asegurada. Si quieres llegar a la perfección cristiana, desea mucho y ardientemente conseguirla. No es soberbia sino buena voluntad el hacer lo que Dios quiere de nosotros. Dios no puede dar los buenos deseos sin dar las fuerzas para realizarlos. ¿Deseas ser santo? ¡Feliz de ti! Serás santo. Quien desea, ya tiene algo para empezar. Ten bien en cuenta que el deseo de ser muy santo a los ojos de Dios es hijo de la santa humildad, pero el deseo de ser muy santo a los ojos de los hombres es hijo de la maldita soberbia. Hay que convencerse de que los santos no llegan a alto grado de perfección delante de Dios por medio de dones extraordinarios u obrando maravillas: llegan por medio del ejercicio de las virtudes cristianas, vividas en perfecta uniformidad a la voluntad divina. Confórmate con recorrer el camino ordinario. No pretendas cosas más altas si no quieres llegar a ser más soberbio que santo. Si la gallina quisiera volar como el águila sobre las nubes, ¿no te reirías de esta presunción? Hay que tener alas de águila para volar como vuela el águila. Tienes que convencerte de que Dios te ama, y por eso dispone todo para tu bien, y si no fueras impaciente, todas las cosas que te pasan, todas, serían para ti de inmensa ventaja. Todos seríamos santos de esta manera. Porque en esto consiste la perfección: hacer en todo la voluntad de Dios. Tenemos el ejemplo de un monje que en su forma de vida no se diferenciaba en nada de los demás, pero por su gran docilidad a la voluntad de Dios, realizaba milagros. El deseo de perfección debe ser constante en todo tiempo y frente a cada prueba. Si se interrumpe este deseo se deja de obrar bien y retrocedemos miserablemente. Por eso tienes que conservar el deseo de perfección constante hasta la muerte. No se liega en un momento a la perfecta santificación; por lo general se llega poco a poco, y la santificación a menudo tiene su inicio en pequeñísimas cosas. Cuando te sientas movido interiormente por el deseo de ser santo, ruega al Padre así: “Padre divino, en nombre de Jesucristo yo te pido que me concedas la gracia de hacerme santo. No necesito otra gracia; quiero esta, cueste lo que cueste, y la espero de tu bondad firmemente, ya que Jesús mismo me aseguró que Tú me escucharías”. La oración, la frecuencia de los sacramentos, el exacto cumplimiento de nuestros deberes, el desapego del mundo: esto es lo que forma a los santos. Pidamos al Señor que nos haga santos, pero hagamos nosotros el esfuerzo por llegar a serlo lo más pronto posible, de lo contrario lo único que haríamos sería hacer reír al demonio y perder tiempo. La santidad, mirada desde lejos, por su altura, asusta, atemoriza y hace huir; mirada más de cerca por quien tiene el coraje de experimentarla a fondo, enamora y atrae con una dulce violencia. Confía entonces firmemente, pero recuerda: “Oren sin cesar”. Es realmente increíble para la gente del mundo, pero es evidente para las personas espirituales que, con cuanta mayor santidad se vive, mayor felicidad se siente.
- EL CRISTIANO Y LA SANTIDAD
Llamados a ser santos
Dios quiere que todos, cada uno en su estado, lleguen a ser santos. La santidad cristiana consiste en la caridad, es decir, en el cumplimiento de la voluntad divina. Si la criatura humana llega a vivir exclusivamente para su Creador, alcanza por eso mismo la perfección. Convéncete de que toda persona puede lograr la verdadera perfección. Convéncete de que tú también, en cualquier estado que te encuentres, puedes vivir únicamente para tu Creador. Muchos caen en el gravísimo error de creer que la santidad, es decir la perfección cristiana, es algo demasiado difícil de alcanzar. Este es un error que produce mucho daño, porque quien considere que llegar a ser santo es una empresa demasiado difícil, no pondrá su aporte para alcanzar esta meta, de manera que no llegará a santo, sino que permanecerá en sus defectos y pecados. Este es el signo de la santidad: decidirse a dar el corazón enteramente a Dios. Si la criatura lo entrega, el Creador sin duda lo toma, y la santificación está asegurada. Si quieres llegar a la perfección cristiana, desea mucho y ardientemente conseguirla. No es soberbia sino buena voluntad el hacer lo que Dios quiere de nosotros. Dios no puede dar los buenos deseos sin dar las fuerzas para realizarlos. ¿Deseas ser santo? ¡Feliz de ti! Serás santo. Quien desea, ya tiene algo para empezar. Ten bien en cuenta que el deseo de ser muy santo a los ojos de Dios es hijo de la santa humildad, pero el deseo de ser muy santo a los ojos de los hombres es hijo de la maldita soberbia. Hay que convencerse de que los santos no llegan a alto grado de perfección delante de Dios por medio de dones extraordinarios u obrando maravillas: llegan por medio del ejercicio de las virtudes cristianas, vividas en perfecta uniformidad a la voluntad divina. Confórmate con recorrer el camino ordinario. No pretendas cosas más altas si no quieres llegar a ser más soberbio que santo. Si la gallina quisiera volar como el águila sobre las nubes, ¿no te reirías de esta presunción? Hay que tener alas de águila para volar como vuela el águila. Tienes que convencerte de que Dios te ama, y por eso dispone todo para tu bien, y si no fueras impaciente, todas las cosas que te pasan, todas, serían para ti de inmensa ventaja. Todos seríamos santos de esta manera. Porque en esto consiste la perfección: hacer en todo la voluntad de Dios. Tenemos el ejemplo de un monje que en su forma de vida no se diferenciaba en nada de los demás, pero por su gran docilidad a la voluntad de Dios, realizaba milagros. El deseo de perfección debe ser constante en todo tiempo y frente a cada prueba. Si se interrumpe este deseo se deja de obrar bien y retrocedemos miserablemente. Por eso tienes que conservar el deseo de perfección constante hasta la muerte. No se liega en un momento a la perfecta santificación; por lo general se llega poco a poco, y la santificación a menudo tiene su inicio en pequeñísimas cosas. Cuando te sientas movido interiormente por el deseo de ser santo, ruega al Padre así: “Padre divino, en nombre de Jesucristo yo te pido que me concedas la gracia de hacerme santo. No necesito otra gracia; quiero esta, cueste lo que cueste, y la espero de tu bondad firmemente, ya que Jesús mismo me aseguró que Tú me escucharías”. La oración, la frecuencia de los sacramentos, el exacto cumplimiento de nuestros deberes, el desapego del mundo: esto es lo que forma a los santos. Pidamos al Señor que nos haga santos, pero hagamos nosotros el esfuerzo por llegar a serlo lo más pronto posible, de lo contrario lo único que haríamos sería hacer reír al demonio y perder tiempo. La santidad, mirada desde lejos, por su altura, asusta, atemoriza y hace huir; mirada más de cerca por quien tiene el coraje de experimentarla a fondo, enamora y atrae con una dulce violencia. Confía entonces firmemente, pero recuerda: “Oren sin cesar”. Es realmente increíble para la gente del mundo, pero es evidente para las personas espirituales que, con cuanta mayor santidad se vive, mayor felicidad se siente.