Humildad

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Humildad 

 

¡Oh humildad! Virtud grande y fundamento de todas las virtudes! De ella siempre se habla y sin embargo muchas personas entienden muy poco. 

Es la virtud que nos hace conocer nuestra nada frente al todo que es Dios. 

Cuanto más perfecta es esta virtud, más se esconde a los ojos de los hombres: además el primer acto de la verdadera humildad es justamente el esconderse, hasta a sí mismo. 

Humildad no es creerse capaz de poco o nada: esto podría ser también fruto de una miserable tontería o tibieza: más bien significa creerte capaz de todo con la Gracia de Dios.  De esta manera hasta las cosas que parecen grandes a la soberbia humana, van a parecer pequeñas a la humildad cristiana. 

Si llegamos a tener la humildad tendremos todas las gracias, todas las virtudes, y seremos queridos por Dios. 

La única seguridad que tienen los santos es la de mantenerse humildes: esta es la llave de toda Gracia, especialmente de la perseverancia. 

El hombre que conoce verdaderamente su pequeñez, su miseria, su maldad, no podrá menos que llegar al menosprecio de sí mismo que es la base de la humildad. 

La humildad más profunda va siempre unida con el reconocimiento más alto y más sublime de Dios.  La humildad es la medida de la santidad: quien es más santo es más humilde: por eso María que es la Reina de los santos es también la Reina de los humildes. 

Algunos se enfurecen mucho cuando son un poco contrariados: pierden la serenidad, no se quedan en paz, quieren vengarse, al menos de palabras.  Esta no es humildad, no es humildad! El humilde está contento también cuando es despreciado; se reconcilia sin dificultad y perdona al que lo ofendió. 

La humildad es una virtud tan bella que si no se la posee verdadera se la quiere poseer falsa; como aquellos que queriendo aparentar ser ricos, sin serlo, llevan encima oro falso. 

No existe en la tierra ni libro ni maestro que puedan enseñar la verdadera humildad.  Se necesita que la enseñe el Espíritu Santo, y más, que sea Él quien la infunda en el corazón.  Recién el alma está capacitada para la verdadera humildad, cuando ha recibido en el corazón la humildad como Gracia. 

Por lo que se refiere a la humildad aquellos que la poseen siempre consideran que no la tienen: al contrario quienes no la tienen creen ser humildes. 

¡Cuanto se engañan aquellos cristianos que quieren ser apreciados, sin tener una verdadera virtud basada en la humildad! 

La humildad debería ser nuestro primer deseo, nuestra principal aspiración. 

El primer acto de humildad es pedirle esta virtud a Dios. 

Hay que tener mucho cuidado: a veces la soberbia se reviste de las apariencias de la misma humildad. 

No debemos tener miedo de rebajarnos demasiado o menospreciarnos, mostrándonos humildes. 

La humildad existe siempre proporcionalmente a la santidad. 

Humildad y sinceridad: estas dos virtudes van perfectamente de acuerdo; los corazones humildes también son corazones simples y sinceros. 

Con el miedo no se alcanza la humildad; es posible en cambio con la oración confiada. 

La oración es el medio poderoso para alcanzar la santa humildad.  Es verdad que en la práctica el que más reza es más humilde. 

La ejercitación de la humildad es siempre un ejercicio de mortificación, por lo tanto una persona humilde es siempre una persona mortificada, especialmente en su interior. 

De la humildad nace el espíritu de oración con el cual pedimos a Dios la santa perseverancia para salvarnos. 

Siendo la humildad fundamento de todas las virtudes, es también fundamento de la santa virginidad, virtud muy preciosa. 

Tendríamos que poder entrar en un corazón bien humilde y sumiso para ver como está inundado de la divina consolación, aun en medio del abandono y desprecio del mundo. Nos convenceríamos entonces que aquel corazón es verdaderamente feliz, en la medida que puede serlo en esta vida, y que no quiere cambiar su felicidad por todas las satisfacciones que le puede ofrecer el mundo.

El primer grado de la humildad es el tener un bajo concepto de sí mismo: el segundo es el elegir para sí las cosas más bajas, más despreciables, más penosas, más molestas. El tercero es soportar los desprecios sin alterarse; más aún, los verdaderos humildes, los perfectos humildes, aman ser despreciados.

El humilde no tiene miedo de hacer el bien, porque apoyado en la fuerza de la gracia divina, cree que la ofendería si dudara de poder realizar lo que se propone. Es el soberbio quien teme, porque sospecha que se va a encontrar con compromisos superiores a su debilidad, porque confía solamente en su fuerza.

La humildad de los santos ha sido siempre amplia, sin dudas, cuanto más ellos eran humildes, más deseaban hacer grandes cosas, sin temores.

De muchas maneras se pueden hacer cosas grandes por Dios. No es necesario gran talento y sabiduría. Muchísimas personas muy simples y pobres de toda ciencia hicieron grandes cosas. Es Dios quien elige a los más débiles y estúpidos según el mundo, para confundir a los sabios y poderosos en su orgullo. Tenemos que cuidarnos de confiar en nuestras fuerzas por más que nos parezca que tenemos capacidades. Toda nuestra confianza tiene que estar puesta en Dios.

Cuando vemos que el mundo nos considera poco, que no nos hace partícipes de sus gracias y que de alguna manera nos rechaza, pensemos que todo esto es natural y, en lugar de dejarnos vencer por la tristeza o atemorizarnos o enfriarnos en el bien, procuremos crecer en la verdadera humildad ante Dios y ante los hombres, conformándonos serenamente en el santo temor de Dios y consolándonos, porque también en esta tierra tendremos una prueba del premio que Dios nos prepara para la otra vida por nuestra fidelidad. El nos canjeará todo sufrimiento exterior con la consolación interior.

No te asustes si te parece que no sabes humillarte, es decir que no sabes hacer actos de humildad; más bien dí y repite: “Señor, dame la humildad, dame la humildad”. Esta oración suplirá los otros actos de humildad que no sabes hacer.

Por lo que se refiere a la Gracia de Dios los soberbios son como las montañas, los humildes como los valles. El agua llueve del cielo pero las cimas de las montañas la dejan correr: los valles en cambio la recogen. Así también sobre los soberbios llueve las Gracias de Dios pero ellos las dejan escapar, mientras que los humildes -aceptándolas y reteniéndolas- las saben hacer fructificar.

La humildad lleva a la salvación a los pecadores; la soberbia hace condenar a los santos.

El orgullo destruye la santidad interior mientras que conserva la exterior.

A los soberbios le ocurre como a quienes se ponen una venda en los ojos: no ven nada más, ni siquiera la venda.

Tampoco los confesores conocen el interior del corazón de los soberbios.

Nuestra soberbia nos hace cometer pecados y después nos los hace olvidar.

Las cimas de las montañas son siempre áridas, porque los arroyos no corren en las cimas. Así los soberbios están siempre faltos de luces y de dones celestiales.

La soberbia es una madre fecunda. La vanagloria, la presunción, la hipocresía, la ambición: son todas hijas de la soberbia.

Medios para sanarse de la soberbia:

  1. Pedir a Dios la humildad con la oración y ejercitarla haciendo muchos actos orando.
  2. Meditación y lectura espiritual.
  3. Examen del corazón.

¿Saben cuales son las personas verdaderamente soberbias? Aquellas que no se dan cuenta para nada de que les falta la humildad. Si se dan cuenta que les falta, quiere decir que algo Dios ya les ha regalado un poco de ella, aunque no la conozcan. Cultiven esta pequeña cantidad manteniendo la confianza y la paz en el corazón, tengan la seguridad que esta crecerá como el Señor quiere.

Es sorprendente ver como el soberbio se compadece de las propias debilidades, las excusa y se las justifica a sí mismo aunque sean las culpas más grandes y más peligrosas. Mientras tanto utiliza todos los medios y precauciones para que esas debilidades queden ocultas y secretas y no lleguen a manchar aquella santidad exterior que a él le gusta ostentar.

Es el momento en que la persona llega a ser el sepulcro blanqueado que es la verdadera definición del hipócrita. Es insana la actitud de encubrir las propias faltas y miserias para que no sean conocidas y así no haya otros testigos de la propia vergüenza y del propio dolor, en lugar de meditar y encontrar la forma de mejorarlas.

Muchas veces los cristianos caen en el pecado de soberbia sin darse cuenta, porque se dejan engañar por el demonio que los hace creerse mejores de lo que son en realidad. Con el poco bien que hacen creen ser importantes y entonces desprecian a los demás estimándose sólo a sí mismos.

No te desconciertes si experimentas las tentaciones, aun fuertes, de soberbia: porque si el demonio de la soberbia golpea a la puerta de tu corazón quiere decir que hasta ahora no ha entrado. Ora, quédate sereno, porque Dios no permitirá que entre. Por último aspira a aquella confianza tan firme por la cual San Pablo decía: “estoy seguro que ni la muerte, ni la vida, ni los Ángeles, ni los Principados, ni las Potencias, ni las cosas presentes, ni las futuras, ni las violencias… podrán jamás separarnos del Amor de Dios en Cristo Jesús nuestro Señor” (Rom. 8,38-39).

El esconder el bien que hacemos y usar cautelas y secretos no siempre es humildad o prudencia: muchas veces es el amor propio que teme ser contrariado o pusilanimidad que no sabe vencerlas. Sí, hagamos saber a todo el mundo que queremos el bien, que buscamos el honor del hombre divino y la salud de las almas redimidas por la sangre de Jesucristo.

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