3. Alabad el nombre del señor
Miércoles 18 de mayo de 2005
Queridos hermanos y hermanas:
Antes de introducirnos en una breve interpretación del salmo que se ha cantado, quisiera recordar que hoy es el cumpleaños de nuestro amado Papa Juan Pablo II. Habría cumplido 85 años y estamos seguros de que desde allá arriba nos ve y está con nosotros. En esta ocasión queremos expresar nuestra profunda gratitud al Señor por el don de este Papa y queremos también dar gracias al Papa por todo lo que hizo y sufrió.
1. Acaba de resonar, en su sencillez y belleza, el salmo 112, verdadero pórtico a una pequeña colección de salmos que va del 112 al 117, convencionalmente llamada “el Hallel egipcio”. Es el aleluya, o sea, el canto de alabanza que exalta la liberación de la esclavitud del faraón y la alegría de Israel al servir al Señor en libertad en la tierra prometida (cf. Sal 113).
No por nada la tradición judía había unido esta serie de salmos a la liturgia pascual. La celebración de ese acontecimiento, según sus dimensiones histórico-sociales y sobre todo espirituales, se sentía como signo de la liberación del mal en sus múltiples manifestaciones.
El salmo 112 es un breve himno que, en el original hebreo, consta sólo de sesenta palabras, todas ellas impregnadas de sentimientos de confianza, alabanza y alegría.
2. La primera estrofa (cf. Sal 112,1-3) exalta “el nombre del Señor”, que, como es bien sabido, en el lenguaje bíblico indica a la persona misma de Dios, su presencia viva y operante en la historia humana.
Tres veces, con insistencia apasionada, resuena “el nombre del Señor” en el centro de la oración de adoración. Todo el ser y todo el tiempo —”desde la salida del sol hasta su ocaso”, dice el Salmista (v. 3)— está implicado en una única acción de gracias. Es como si se elevara desde la tierra una plegaria incesante al cielo para ensalzar al Señor, Creador del cosmos y Rey de la historia.
3. Precisamente a través de este movimiento hacia las alturas, el Salmo nos conduce al misterio divino. En efecto, la segunda parte (cf. vv. 4-6) celebra la trascendencia del Señor, descrita con imágenes verticales que superan el simple horizonte humano. Se proclama: “el Señor se eleva sobre todos los pueblos”, “se eleva en su trono”, y nadie puede igualarse a él; incluso para mirar al cielo debe “abajarse”, porque “su gloria está sobre el cielo” (v. 4).
La mirada divina se dirige a toda la realidad, a los seres terrenos y a los celestes. Sin embargo, sus ojos no son altaneros y lejanos, como los de un frío emperador. El Señor —dice el Salmista— “se abaja para mirar” (v. 6).
4. Así, se pasa al último movimiento del Salmo (cf. vv. 7-9), que desvía la atención de las alturas celestes a nuestro horizonte terreno. El Señor se abaja con solicitud por nuestra pequeñez e indigencia, que nos impulsaría a retraernos por timidez. Él, con su mirada amorosa y con su compromiso eficaz, se dirige a los últimos y a los desvalidos del mundo: “Levanta del polvo al desvalido; alza de la basura al pobre” (v. 7).
Por consiguiente, Dios se inclina hacia los necesitados y los que sufren, para consolarlos; y esta palabra encuentra su mayor densidad, su mayor realismo en el momento en que Dios se inclina hasta el punto de encarnarse, de hacerse uno de nosotros, y precisamente uno de los pobres del mundo. Al pobre le otorga el mayor honor, el de “sentarlo con los príncipes”, sí, “con los príncipes de su pueblo” (v. 8). A la mujer sola y estéril, humillada por la antigua sociedad como si fuera una rama seca e inútil, Dios le da el honor y la gran alegría de tener muchos hijos (cf. v. 9). El Salmista, por tanto, alaba a un Dios muy diferente de nosotros por su grandeza, pero al mismo tiempo muy cercano a sus criaturas que sufren.
Es fácil intuir en estos versículos finales del salmo 112 la prefiguración de las palabras de María en el Magníficat, el cántico de las opciones de Dios que “mira la humillación de su esclava”. María, más radical que nuestro salmo, proclama que Dios “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes” (cf. Lc 1, 48. 52; Sal 112, 6-8).
5. Un “himno vespertino” muy antiguo, conservado en las así llamadas Constituciones de los Apóstoles (VII, 48), recoge y desarrolla el inicio gozoso de nuestro salmo. Lo recordamos aquí, al final de nuestra reflexión, para poner de relieve la relectura “cristiana” que la comunidad primitiva hacía de los salmos: “Alabad, niños, al Señor; alabad el nombre del Señor. Te alabamos, te cantamos, te bendecimos, por tu inmensa gloria. Señor Rey, Padre de Cristo, Cordero inmaculado que quita el pecado del mundo. A ti la alabanza, a ti el himno, a ti la gloria, a Dios Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén” (S. Pricoco M. Simonetti, La preghiera dei cristiani, Milán 2000, p. 97).
Salmo 112
1 ¡Aleluya! Alaben, servidores del Señor,
alaben el nombre del Señor.
2 Bendito sea el nombre del Señor,
desde ahora y para siempre.
3 Desde la salida del sol hasta su ocaso,
sea alabado el nombre del Señor.
4 El Señor está sobre todas las naciones,
su gloria se eleva sobre el cielo,
5 ¿Quién es como el Señor, nuestro Dios,
que tiene su morada en las alturas,
6 y se inclina para contemplar
el cielo y la tierra?
7 El levanta del polvo al desvalido,
alza al pobre de su miseria,
8 para hacerlo sentar entre los nobles,
entre los nobles y su pueblo;
9 él honra a la mujer estéril en su hogar,
haciendo de ella una madre feliz.