17. Sólo Dios es grande y eterno
Miércoles 5 de octubre de 2005
Queridos hermanos y hermanas:
1. Se presenta ahora ante nosotros la primera parte del salmo 134, un himno de índole litúrgica, entretejido de alusiones, reminiscencias y referencias a otros textos bíblicos. En efecto, la liturgia compone a menudo sus textos tomando del gran patrimonio de la Biblia un rico repertorio de temas y de oraciones, que sostienen el camino de los fieles.
Sigamos la trama orante de esta primera sección (cf. Sal 134,1-12), que se abre con una amplia y apasionada invitación a alabar al Señor (cf. vv. 1-3). El llamamiento se dirige a los “siervos del Señor que estáis en la casa del Señor, en los atrios de la casa de nuestro Dios” (vv. 1-2).
Por tanto, estamos en el clima vivo del culto que se desarrolla en el templo, el lugar privilegiado y comunitario de la oración. Allí se experimenta de modo eficaz la presencia de “nuestro Dios”, un Dios “bueno” y “amable”, el Dios de la elección y de la alianza (cf. vv. 3-4).
Después de la invitación a la alabanza, un solista proclama la profesión de fe, que inicia con la fórmula “Yo sé” (v. 5). Este Credo constituirá la esencia de todo el himno, que se presenta como una proclamación de la grandeza del Señor (ib.), manifestada en sus obras maravillosas.
2. La omnipotencia divina se manifiesta continuamente en el mundo entero, “en el cielo y en la tierra, en los mares y en los océanos”. Él es quien produce nubes, relámpagos, lluvia y vientos, imaginados como encerrados en “silos” o depósitos (cf. vv. 6-7).
Sin embargo, es sobre todo otro aspecto de la actividad divina el que se celebra en esta profesión de fe. Se trata de la admirable intervención en la historia, donde el Creador muestra el rostro de redentor de su pueblo y de soberano del mundo. Ante los ojos de Israel, recogido en oración, pasan los grandes acontecimientos del Éxodo.
Ante todo, la conmemoración sintética y esencial de las “plagas” de Egipto, los flagelos suscitados por el Señor para doblegar al opresor (cf. vv. 8-9). Luego, se evocan las victorias obtenidas por Israel después de su larga marcha por el desierto. Se atribuyen a la potente intervención de Dios, que “hirió de muerte a pueblos numerosos, mató a reyes poderosos” (v. 10). Por último, la meta tan anhelada y esperada, la tierra prometida: “Dio su tierra en heredad, en heredad a Israel, su pueblo” (v. 12).
El amor divino se hace concreto y casi se puede experimentar en la historia con todas sus vicisitudes dolorosas y gloriosas. La liturgia tiene la tarea de hacer siempre presentes y eficaces los dones divinos, sobre todo en la gran celebración pascual, que es la raíz de toda otra solemnidad, y constituye el emblema supremo de la libertad y de la salvación.
3. Recogemos el espíritu del salmo y de su alabanza a Dios, proponiéndolo de nuevo a través de la voz de san Clemente Romano, tal como resuena en la larga oración conclusiva de su Carta a los Corintios. Él observa que, así como en el salmo 134 se manifiesta el rostro del Dios redentor, así también su protección, que concedió a los antiguos padres, ahora llega a nosotros en Cristo: “Oh Señor, muestra tu rostro sobre nosotros para el bien en la paz, para ser protegidos por tu poderosa mano, y líbrenos de todo pecado tu brazo excelso, y de cuantos nos aborrecen sin motivo. Danos concordia y paz a nosotros y a todos los que habitan sobre la tierra, como se la diste a nuestros padres que te invocaron santamente en fe y verdad. (…) A ti, el único que puedes hacer esos bienes y mayores que esos por nosotros, a ti te confesamos por el sumo Sacerdote y protector de nuestras almas, Jesucristo, por el cual sea a ti gloria y magnificencia ahora y de generación en generación, y por los siglos de los siglos” (60, 3-4; 61, 3: Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1993, pp. 234-235).
Sí, esta oración de un Papa del siglo primero la podemos rezar también nosotros, en nuestro tiempo, como nuestra oración para el día de hoy: “Oh Señor, haz resplandecer tu rostro sobre nosotros hoy, para el bien de la paz. Concédenos en estos tiempos concordia y paz a nosotros y a todos los habitantes de la tierra, por Jesucristo, que reina de generación en generación y por los siglos de los siglos. Amén”.
Salmo 134
¡Aleluya!
1 Alaben el nombre del Señor,
alábenlo, servidores del Señor,
2 los que están en la Casa del Señor,
en los atrios del Templo de nuestro Dios.
3 Alaben al Señor, porque es bueno,
canten a su Nombre, porque es amable;
4 porque el Señor eligió a Jacob,
a Israel, para que fuera su posesión.
5 Sí, yo sé que el Señor es grande,
nuestro Dios está sobre todos los dioses.
6 el Señor hace todo lo que quiere en el cielo y en la tierra, en el mar y en los océanos.
7 Levanta las nubes desde el horizonte,
con los relámpagos provoca la lluvia,
saca a los vientos de sus depósitos.
8 El hirió a los primogénitos de Egipto,
tanto a los hombres como a los animales:
9 realizó señales y prodigios
–en medio de ti, Egipto–
contra el Faraón y todos sus ministros.,
10 Derrotó a muchas naciones
y mató a reyes poderosos:
11 a Sijón, rey de los amorreos,
a Og, rey de Basán,
y a todos los reyes de Canaán.
12 Y dio sus territorios en herencia,
en herencia a su pueblo, Israel.
13 Tu Nombre, Señor, permanece para siempre, y tu recuerdo, por todas las generaciones:
14 porque el Señor defiende a su pueblo
y se compadece de sus servidores.
15 Los ídolos de las naciones son plata y oro,
obra de las manos de los hombres:
16 tienen boca, pero no hablan;
tienen ojos, pero no ven;
17 tienen orejas, pero no oyen,
y no hay aliento en su boca.
18 ¡Qué sean como ellos los que los fabrican,
y también los que confían en ellos!
19 Pueblo de Israel, bendice al Señor;
familia de Aarón, bendice al Señor;
20 familia de Leví, bendice al Señor;
fieles del Señor, bendigan al Señor.
21 ¡Bendito sea el Señor desde Sión,
el que habita en Jerusalén!
¡Aleluya!